Procesos de secesión política
La convivencia define el tipo de relación moral, cultural, política y económica que vincula a un grupo de individuos entre sí, haciendo posible un orden social integrado, relativamente pacífico y estable. Sin embargo, existe una fuerte tendencia a colectivizar sentimientos. A pesar de la semejanza intersubjetiva, surgen discrepancias, conflictos de opinión y controversias que hacen peligrar la convivencia. Estos fenómenos sacuden internamente también a las comunidades mejor tramadas. La conflictividad se traduce en forma de particularismos, locales o trasversales.
El Estado rara vez se reduce a la evolución política de una única comunidad tradicional fuertemente definida. Lo habitual es que, en sus comienzos, los grandes Estados incorporen a varios grupos, apoyándose casi siempre en la preexistencia de rasgos culturales compartidos que tienden a dilatarse e incrementarse. Los Estados surgieron de la superposición de un poder concentrado, ejercido sobre un ramillete anterior de "soberanías", que acabaron siendo unificadas por un sistema "monárquico" (poder unificado). Hubo reinos únicos, aunque originalmente dominasen la unión de reinos o las monarquías plurales. El advenimiento del Estado-Nación se apoyó en otros cambios culturales, como fueron la consolidación del individualismo frente a la realidad gregaria y corporativa, o los resultados del esfuerzo homogeneizador emprendido por los monarcas en su ascenso absolutista.
Europa está dividida en Estados. Los habitantes de este continente se reparten pasaportes de un puñado de entidades que interactúan entre sí de acuerdo con una serie de reglas y a partir del mutuo reconocimiento. Sin embargo, no siempre esta convivencia internacional tuvo la suficiente consistencia para no considerarla una mera coexistencia.
Los individuos, así como las comunidades políticas y culturales en las que se integran, se hallan sometidos al poder social organizado a través del los Estados. Es un hecho que las instituciones políticas han sido prácticamente aniquiladas por el Estado, si bien esto no ha sucedido con tanta contundencia e intensidad respecto de los rasgos culturales que han conservado la singularidad de muchos pueblos.
La pervivencia de rasgos infranacionales no siempre converge en sentimientos de compromiso político sobre su defensa pública en clave particularista. Muchos de estos "pueblos" no han generado movimientos lo suficientemente fuertes como para que el rasgo diferenciador se transformara, además, en un instrumento de reivindicación política.
Cuando surge el deseo organizativo, éste puede plantearse con forma de regionalismo, autonomismo, federalismo (entendido como la pretensión de que la soberanía del Estado radique no sólo en los ciudadanos que lo forman, sino también en representación de los territorios que lo integran) e incluso independentismo. Estas opciones son todas legítimas, pero no siempre racionales, sociológicamente inevitables o ajenas a la impregnación ideológica y fundamentalista de quienes las defienden.
El Estado se define en las siguientes funciones o facultades: relaciones internacionales, paz interna, gobierno, jurisdicción y redistribución. Asimismo, todas ellas derivan de una teoría político-formal: la soberanía. El individuo "independentista" lucha porque se respeten su dignidad, su integridad, su libertad (como ausencia de coacción) y su propiedad. El movimiento colectivo de corte particularista busca razones asimilables. Una inclinación de esta clase puede conformarse con el reconocimiento de la singularidad cultural, con la defensa de sus rasgos diferenciadores frente a la homogenización del Estado general, o quizá, con la limitación de la fuerza redistributiva que ejerce el Estado sobre los ciudadanos pertenecientes a una entidad local o regional.
El independentismo se enfrenta al resto de alternativas particularistas. El primero aspira a la ruptura del Estado original, dando lugar a dos o más Estados. Las otras opciones apoyan la constitución de un Estado compuesto, plural o federal. Justificar una ruptura organizativa e institucional completa e irreversible es una de las cuestiones políticas que más complejidad guarda en nuestros días. La unidad política, sea ésta centralista, o bien federalista, tiende a ser el resultado de la integración social. Ésta (la unidad política) puede darse dentro de una soberanía excluyente, como también puede ser expresión de un ejercicio compartido de la soberanía.
Las relaciones internacionales sostenidas, estables y estrechas tienden a consolidar espacios compartidos donde la soberanía de cada Estado acaba supeditándose a la mera pervivencia del vínculo, convertido en acervo compartido para los individuos que forman las distintas naciones, a través de expectativas individuales, rasgos culturales compartidos, relaciones económicas e internacionalismo personal. Carece de sentido levantar una nueva barrera política entre individuos que ya conviven como parte de un mismo espacio social y político, salvo que, en realidad, no concurran tales circunstancias.
La sucesión de Estados resulta inevitable cuando existe un poder no representativo y extraño cuya práctica supone la persecución y opresión de los que se consideran, por dicho poder o por sí mismos, miembros de una entidad local diferenciada. Kosovo, por ejemplo, surge de una situación muy específica, y su independencia no supone un mal inmediato e irreparable, ya que no podía hablarse de una auténtica unidad política entre su pueblo y el resto del pueblo serbio. En Bélgica, donde conviven dos comunidades cada vez más diferenciadas, sin que ninguna de ellas represente una amenaza cierta para la otra, la desvinculación cultural, económica y política entre ambas puede convertirse en una causa de disgregación social. La soberanía belga podría deshacerse de la noche a la mañana si se entendiera, por una masa crítica relevante, que no existen ya motivos para mantener unidos a flamencos y valones. Estos procesos, aunque sean activados por la presión y la constancia de élites políticas, agravan una evidente y previa separación social entre pueblos o comunidades.
La existencia de particularismos locales que aspiran a disgregar el poder político de cierta unidad es consecuente y legítima. Que se reivindique cierto hecho diferenciador, lingüístico y cultural, y se aspire a defenderlo frente de agresiones públicas homogeneizadoras, es igualmente razonable. Como también lo es que se busque reducir la intensidad redistributiva del Estado. Es más, parece razonable que se pretenda la recomposición de la soberanía nacional a partir de un pacto federativo que incluya dentro de sus fuentes a esas entidades institucionales y organizativas locales. Lo que no parece en absoluto defendible es el soberanismo.
La independencia política es un estatus internacional que, o bien procede del pasado, quedando inmediatamente reconocido, o, en su caso, se plantea en confrontación al Estado cuya existencia se discute. La secesión, salvo en los dos casos descritos, supone en cualquier caso una innecesaria y perniciosa fractura en la convivencia, que rompe lazos y desvincula artificialmente a dos o más pueblos que se hallaban previamente integrados. Es ahí cuando el particularismo torna en nacionalismo, y un sentimiento irracional se apodera de quienes viven obsesionados por la diferencia, sin deparar en las ventajas que tiene salvaguardar la efectiva y preexistente integración social entre pueblos, grupos y comunidades. La política es el arte de la convivencia y la integración social, no una técnica al servicio del poder absoluto y la proliferación de soberanías.
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