De tiranos con finales demoledores
Nombres como los de Gaspar Rodríguez de Francia, el dictador paraguayo del siglo XVIII, o más reciente, el del genocida de Libia, Muhamar Gadafi, saldrían a relucir por la espectacularidad de sus existencias asombrosas y finales definitivamente demoledores. Y así, en uso del recurso de la escritura o bien, de lo visual, es posible recrear la historia.
El Doctor Francia, más allá de la reflexión histórica
La novela “Yo El Supremo” (1974), del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, que sirvió de inspiración para contar la vida del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, mejor conocido como el Doctor Francia, sería un ejemplo del recurso de la escritura más allá de la reflexión histórica.
La exploración de otros géneros y elementos literarios se hace evidente como forma de ahondar las tensiones y multiplicidad de significados en una mezcla de ficción, y en consecuencia, la extrapolación del lector. Por eso “Yo El Supremo” se asume como una obra cumbre de la literatura latinoamericana, abierta, rica en posibilidades.
“Yo El Supremo”, El Supremo Dictador, cuyo nombre es omitido, sólo se le menciona con títulos como “Su Excelencia”, “Vuecencia”, o “El Dictador Perpetuo”.
Un dictador absoluto en la novela, también es registrado por los anales del Paraguay, como dictador designado por un Congreso de la República en 1814, entre controversias, considerado en el tiempo prócer de la nacionalidad paraguaya.
Se precisan sus delirios, crímenes y frustraciones, los atavismos, histrionismo, o afán de perpetuidad. Generó tanto odio, que hasta su tumba fue profanada. No se sabe el destino, pero si que sus restos tuvieron que ser depositados en lugar secreto como medida. Existen miles de pruebas de cómo los familiares de sus víctimas deshonraron su cadáver.
Un siglo después según la exhumación que realizó el científico argentino Félix Outes se pudo conocer entre polémicas, que la calota craneana encontrada por ejemplo, pertenecía a una mujer entre 35 a 40 años, que la careta facial fue de un adulto y que la mandíbula igualmente encontrada era la de un niño de pecho con su dentadura de leche completa.
Cuenta la escritora Antonieta Madrid, en su libro “Lo Bello Lo Feo”, que “los restos después de múltiples migraciones, fueron rescatados y guardados en un cajón de fideos (tal como lo predice El Supremo de la novela)”. Escribía el dictador, en sus delirios, en una suerte de adivinar el paradero de sus propios huesos una premonición que se cumplió: “…veo ya el pasado confundido con el futuro. La falsa mitad de mi cráneo, guardada por mis enemigos durante veinte años en una caja de fideos, entre los desechos de un desván…’’
Discurren las versiones, incluso se llegó a creer que “El Supremo”, luego llamado “El Finado”, envió desde el infierno un aviso colocado en la puerta de un templo que solicitaba arrojar sus restos al río.
A Francia le dio disentería, y en la obra se narran los pormenores:
"…me hallo padeciendo no sólo del pulmón, sino también de una diarrea con pujos que no se me ha querido cortar enteramente, en términos que vienen días que apenas puedo tenerme en pie por la debilidad proveniente de la mortificación de estas indisposiciones, sobre mis achaques habituales, y el poco alimento que uso a causa de la indigestión".
El Doctor Francia murió en La Asunción el 20 de septiembre de 1840 a los 74 años de cargar con una salud siempre muy frágil. En la obra se recrea sobre el “desconsuelo” de la gente, sin embargo, otras versiones señalan lo contrario, que el pueblo se volcó entre celebraciones mientras el fastuoso desfile con el ataúd recorría las calles.
Un mes duró el duelo oficial, lo cierto es, que entre manifestaciones de aduladores y contrarios, unos lloraron, otros rieron, enfrentados los paraguayos, surgieron versos como este (atribuido a un tal Villarino según un pasquín de la época):
“A la memoria del más ilustre ladrón impío, asesino, embustero, el más canalla Paulista de cuantos se han visto, ni verán en la tierra y el infierno. El nunca bien ponderado José Gaspar de Francia, que hizo de su infame gobierno el bien de arruinar los templos, los edificios de la ciudad, a los sacerdotes, a los particulares, y en razón de loco malo la pagó hasta con las pobres vacas”
La agonía de Muhamar Gadafi, en uso de lo visual
Su final invadió de horror a la civilización, la estela de asombro habrá de perdurar. Porque a fin de cuentas, su ejecución a manera de linchamiento en nada difiere de los métodos crueles que el libio ordenaba a sus milicianos practicar para terminar la vida de los contrarios a su satrapía.
Como también ha sido posible sacudir al espectador a través de la difusión de imágenes en tiempo real. En la televisión, en las redes sociales, sin necesidad de la palabra ni de guiones preconcebidos, sin censuras ni ocultaciones, películas caseras se armaron por cientos, dirigidas por los asistentes gozosos testigos de la barbarie cuyo teléfono celular en mano filmaba las escenas dantescas y ruedan los audiovisuales por el mundo.
Como si hubiésemos asistido a la agonía de Muhamar Gadafi, en uso de lo visual, de la imagen. Como si hubiésemos asistido al episodio de ser devorado entre los vítores de los verdugos captores, bestias ajenas a la “clemencia” que solicitaba el hombre.
Desde diversos ángulos, se acentuaba el jolgorio mortal, además, el júbilo de otro protagonista, ese joven que lo encontró en un tubo de desagüe muy mal herido, con dos balazos, el de la cabeza y el del abdomen, a punto del desvanecimiento, mostraba la pistola de oro arrebatada al moribundo como si se tratara de un trofeo insigne, todo esto, antes de ser rematado a tiros por los llamados rebeldes, esos que ahora son gobierno.
Si algo colmó de repugnancia, fue el hecho de exhibirse al público el cadáver ensangrentado, putrefacto, tirado al piso, en una refrigeradora de la ciudad de Misrata.
Visto así este salvajismo, no cabía la menor duda que en efecto, el estrambótico responsable de la tiranía que les tocó padecer a los libios durante décadas, responsable de cruentos castigos, ejecuciones y masacres, había muerto. Un jueves 20 de octubre, a los 70 años de edad.
El entierro del cuerpo en un lugar secreto del desierto de Libia, a la manera de una ficción cualquiera sobre aberraciones, esa que se ha exhibido sin recato alguno, cierra la repulsiva historia de sus últimos momentos.
Las tropelías y excesos de alguna manera se pagan en vida
Suelen los tiranos padecer muertes terribles. Pareciera insinuar que las tropelías y excesos de esos seres inconclusos, incapaces de satisfacer su esencia odiosa y recalcitrante, de alguna manera se pagan en vida, tocados por una enfermedad o por la mano de la justicia. Sin descartar la venganza, en forma de barbarie se encargan de asumirla las propias víctimas. O si no, será, la misma posteridad que los castigará impunemente.
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