Una rosa para Rosa
El País, Madrid
Tener casi cinco millones de parados como le ocurre a España es una tragedia para cualquier país, y, sobre todo, para una sociedad que hace apenas ocho años era la historia feliz de Europa, un país de una economía pujante que muchos envidiaban y un ejemplo flagrante —para América Latina en particular y el Tercer Mundo en general— de que, con estabilidad, democracia y políticas acertadas un país puede quemar etapas y, en un periodo relativamente breve, alcanzar altos niveles de trabajo y bienestar.
Nadie duda de que en las cifras escalofriantes del desempleo español ha tenido un efecto la crisis financiera que desde hace más de tres años padece el mundo occidental. Pero nadie puede ser tan ingenuo de creer que esa es la única causa, ni siquiera la principal, de semejantes niveles de paro, pues, si fuera así, ¿por qué el resto de Europa no padece un fenómeno parecido? Ni Grecia, en su descenso imparable a los abismos, alcanza un desempleo semejante. De otro lado, una reciente investigación comprueba que en la actualidad España es el país de la Unión Europea donde las diferencias económicas son más grandes (es decir, donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres) y que el altísimo paro juvenil —un 48%— difícilmente podría empezar a disminuir antes de tres años.
La razón principal de semejante desastre es una política económica errática, imprudente, y la obstinación del Gobierno socialista en negar la existencia de la crisis a lo largo de más de un año, lo que le impidió tomar las medidas correctivas que hubieran moderado la caída y acortado el periodo de recuperación de la economía. Los pronósticos sobre lo que esta tardará varían, pero todos coinciden en que el año que se avecina será todavía más duro que el que se va.
El Gobierno español va a ser sancionado en las elecciones del 20 de noviembre por este fracaso y es natural que así sea. Vale la pena recordar que solo en las democracias estas sanciones electorales son posibles y, también, que, por fortuna, pese a los quebrantos económicos, la democracia española goza de excelente salud. Las encuestas dicen que el principal partido de oposición, el Partido Popular que lidera Mariano Rajoy, volverá al poder y, casi seguramente, con mayoría absoluta.
Me alegro de que sea así porque creo que el Partido Popular cuenta con el mejor equipo de economistas y las ideas más claras para enfrentar el difícil y sacrificado reto que será llevar a cabo las reformas radicales necesarias. Esperemos que cuente también con el coraje que hará falta al próximo Gobierno si de veras quiere sacar a España del marasmo económico en que se encuentra, devolverle el dinamismo que tuvo durante los ocho años del Gobierno de José María Aznar, y la confianza en el futuro que esta crisis ha hecho añicos.
Pese a todo ello, en estas elecciones no votaré por el Partido Popular sino por Unión Progreso y Democracia (UPyD), el partido que lidera Rosa Díez, por razones que me gustaría explicar en este artículo.
Tengo una desconfianza instintiva a las mayorías absolutas, que pueden alentar iniciativas arbitrarias y hasta autoritarias en los gobiernos que las detentan. En el caso español, me preocupa que, si el PP la obtiene, su ala más conservadora, impulsada por razones religiosas, empuje al Gobierno de Rajoy a deshacer, o aguar hasta vaciarlas de contenido, las reformas sociales más avanzadas aprobadas por el Gobierno de Rodríguez Zapatero y que, a mi juicio, han hecho progresar la cultura de la libertad en España, como la ley que autoriza los matrimonios gays, la ampliación de la ley del aborto y los derechos de la mujer, temas en los que hoy España se encuentra a la vanguardia. UPyD es un partido claramente comprometido con reformas genuinamente liberales de esta índole y estoy seguro de que las defenderá con convicción en el Parlamento. Por eso, si el PP no obtuviera la mayoría necesaria para gobernar solo y necesitara de alianzas, UPyD sería el aliado ideal. En todo caso, preferible a los partidos nacionalistas, cuyo apoyo se hacen pagar carísimo y, siempre, con concesiones favorables a su idea fija, la independencia, es decir, la desintegración de España. Como estoy absolutamente convencido de que, si ello ocurriera, la causa de la libertad retrocedería tanto en el País Vasco como en Cataluña, y de que este será el problema más serio que deberá enfrentar España en el futuro inmediato, creo importante apoyar a un partido que, como UPyD, tiene sobre este asunto posiciones absolutamente lúcidas.
Desde que nació como organización política, ha combatido al nacionalismo —a los nacionalismos— con resolución y sin complejos. Y ha sostenido que, tal como funciona en la actualidad el régimen de las 17 autonomías, aquel riesgo de desintegración se va acentuando. Y que, por ello, debe ser reformado, sin poner en peligro la descentralización, pero recuperando el Estado algunas competencias como las relativas a la educación, la salud y la justicia, sin las cuales es quimérico que haya una política coherente y homogénea a nivel nacional, y recortando las burocracias que conducen a la anarquía administrativa, el despilfarro fiscal y el deterioro de los denominadores culturales y sociales que sostienen la cohesión nacional.
No digo que UPyD sea un partido liberal, pero es lo que más se le parece en el ámbito español. Acaso no tanto en lo que concierne a la economía, aunque su plan de gobierno se orienta a defender una economía libre basada en la competencia, sin privilegios ni populismo, como en sus convicciones democráticas, en sus posturas tolerantes, en la diversidad que admite y fomenta entre sus afiliados —un espectro ideológico que va de la socialdemocracia al liberalismo, pasando por el centro cristiano o laico y hasta con pequeños destellos anarquistas— lo que da a esta formación política un aire fresco, joven, renovador, idealista, sano, desprovisto del cálculo y los apetitos que suele enquistar el tiempo en los partidos políticos.
La mejor credencial de UPyD es Rosa Díez, su portavoz y fundadora, a quien los ciudadanos españoles suelen dar los mejores calificativos entre los líderes políticos. Esta mujer menudita y de ojos efervescentes tiene convicciones muy firmes y ha demostrado a lo largo de su vida pública, como un puñado de políticos vascos democráticos, un coraje a prueba de terroristas y fanáticos que despierta mi admiración. Ha visto el riesgo que representa para la supervivencia de España y de la democracia el nacionalismo identitario, y ha criticado siempre las concesiones que le han hecho los gobiernos y salido al paso a toda política que, a cambio de trapicheos o pequeñas concesiones retóricas, entregue la libertad de comunidades enteras al secuestro colectivista que ese nacionalismo representa.
Rosa Díez es lo que Max Weber llamaba un "político de convicción". Ella y su partido merecen una presencia mayor en el ámbito nacional. Su empeño es devolver a la política la solvencia moral y la confianza que depositan en ella los ciudadanos de una democracia que ven en la acción política el instrumento más eficaz y menos violento para mejorar el nivel de vida de la gente, corregir lo que anda mal, impulsar la igualdad y la justicia. Esta confianza, tan vigorosa en los años de la transición, se ha ido enfriando en España con la feroz crisis económica, y en las nuevas generaciones va surgiendo un pesimismo que se traduce a veces en un rechazo de las reglas de juego de la democracia.
Esto explica la deriva que ha ido tomando el movimiento de los "indignados". En un primer momento la simpatía de la opinión pública fue grande hacia esa movilización de jóvenes que, luego de recibir una educación y prepararse, a veces con enormes sacrificios, para entrar en el mercado laboral, lo encontraban cerrado y sin perspectivas de encontrar un trabajo digno por quién sabe cuántos años. Muchos vimos en ese periodo inicial en el movimiento de "indignados" una inyección de energía para la democracia española. Pero pronto el movimiento desbordó sus cauces originales, y, espoliado sin duda por grupos extremistas, ha ido adoptando unas consignas tan anacrónicas como la estatización y el dirigismo económico, y la sustitución de la legalidad parlamentaria por la legalidad de la calle y la acampada. Ese camino solo puede conducir al deterioro y hasta el desplome de lo más precioso que tiene hoy España: la democracia que recuperó luego de 40 años de dictadura.
Las elecciones del 20 de noviembre son una magnífica oportunidad para comprobar que la democracia sí funciona y que es el único sistema que permite renovar los gobiernos, las políticas y las leyes de manera civilizada. Para ello hay que confiar en las urnas y no equivocarse a la hora de elegir.
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