Honduras: Más leyes o menos arbitrariedad
El Heraldo, Tegucigalpa
En Honduras el gobierno es débil, pesado, aparatoso y muy ruidoso, pero nada efectivo aunque, eso sí, con una interminable propensión a legislar.
La evidencia está por doquier: en el pobre desempeño de la economía, la violencia, la informalidad, la inseguridad, el tráfico. Nuestros diputados se anuncian en la radio y televisión diciendo cosas como: “en el honorable Congreso Nacional reconocemos que hay mucha criminalidad y por eso aprobaremos tal o cual ley”, como si el hecho de aprobar una ley resolviera los problemas.
En los últimos años pasamos de un gobierno pesado y abusivo, a uno no tan abusivo, pero igual de inútil. El gobierno tiene presencia en todas partes, pero eso no lo hace funcional o efectivo.
Al revés: lo que al país le urge es una redefinición de la función gubernamental y el desarrollo de las capacidades que le permitan enfrentar el monstruo de la inseguridad que acecha a la población, crear condiciones para echar a andar la economía y, en general, mejorar la convivencia en la sociedad.
La discrecionalidad es un instrumento esencial de la función gubernamental: es el medio a través del cual la autoridad se adapta al cambiante entorno económico, electoral o político.
Dado que es imposible legislar para cualquier contingencia, la función del gobierno sería imposible sin facultades discrecionales.
El problema es que en Honduras no hay diferencia entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: son sinónimos porque la autoridad emplea sus facultades discrecionales sin restricción alguna.
Eso es lo que permite que partidos políticos manipulen las elecciones, que las entidades de regulación impongan sanciones sin fundamento legal o que pueda haber decenas de muertos sin que se inicie una sola averiguación.
Los asesinatos llevados a cabo por miembros de la Policía Nacional no son sino el ejemplo extremo de esta realidad.
Otro ejemplo reciente, aunque sin aparente trascendencia, fue el permiso otorgado a los Los Tucanes de Tijuana para grabar un video en las Ruinas de Copan, donde el funcionario a cargo afirma que la ley se lo permite, y que hasta lo exhorta a este tipo de actividades; empero para otros, su actuación claramente colinda con la arbitrariedad.
La autoridad en Honduras es absolutamente arbitraria. En el caso de las entidades de regulación (tierras, ambiente, comercio, forestal, telecomunicaciones y energía) tenemos de todo, menos reglas claras. Las entidades deciden en función de los criterios de los funcionarios que las dirigen, y las facultades de cada uno de ellos son tan vastas que sus preferencias (e intereses) tienden a prevalecer.
Esta misma arbitrariedad es la que contribuye en gran medida a la serie de “emergencias” que se presentan a diario en nuestro país. El caso de la energía es paradigmático porque el tema es tan central para nuestro desarrollo que podría fácilmente paralizar el país: decretos van y leyes vienen, pero lo único que avanza son los caprichos de quienes definen las prioridades.
El tema es el mismo que en el resto: nuestro problema no es de leyes sino de la propensión al abuso de las facultades de la autoridad, lo que las coloca en un plano de permanente arbitrariedad. Sin límites, cualquier autoridad se convierte en un poder fáctico, lo opuesto de lo que requiere un país democrático, moderno e institucionalizado.
Institucionalizar implica limitar a la autoridad, es decir, establecer reglas que acoten y preestablezcan los límites de su acción. La discrecionalidad es indispensable, pero para que el actuar gubernamental no sea arbitrario tiene que estar acotado por reglas conocidas por todos de antemano.
En Honduras tenemos que partir del reconocimiento de que nuestro sistema de gobierno no satisface ni lo más elemental. Pretender modificarlo todo por la vía legislativa pareciera que no resolverá el problema.
Los tiempos preelectorales son siempre propicios para la discusión de los retos que enfrentamos. Quizá no haya ninguno más grave y pernicioso que el desorden que emana de los desarreglos y arbitrariedades de los poderes del Estado.
De ahí deriva todo: mientras no se establezcan límites al poder y los poderosos desarrollen la capacidad y visión de institucionalizarlo, nuestro sistema de gobierno seguirá siendo lo que es: sumamente disfuncional e fatídicamente ineficaz.
- 23 de julio, 2015
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