Bolivia: Invitación a la ilegalidad
“La sobreproducción de leyes y disposiciones y, al mismo tiempo, la desidia y lentitud administrativas ocasionan la imposibilidad de aplicarlas en la praxis, lo que conduce directamente al corolario: obedezco pero no cumplo, como se decía en la era virreinal”. – H.C.F. Mansilla
En este país que parece haber nacido bajo el signo de la desgracia, cumplir todo lo dispuesto por las leyes es complejo, quizá imposible de llevar a cabo. Uno de los problemas capitales tiene que ver con su cantidad. Pasa que, herederos del ordenancismo español, muchos bolivianos han cedido a la tentación de crear normas para solucionar cualquier inconveniente, concibiendo reglamentaciones tan minuciosas cuanto diversas. La pretensión es no dejar espacio alguno que pueda ser ocupado por la libertad; en consecuencia, los mandatos y las prohibiciones reinan con un poder descomunal. La excepción es que los individuos actúen autónomamente. Además, en lugar de perseguir un acatamiento voluntario, las autoridades apuestan por una sujeción que se realice bajo amenazas punitivas. Quiere imponerse el respeto a un sistema que, desde hace mucho tiempo, no genera confianza por las barbaridades de sus ejecutores.
El enjambre de normas perturba en distintas áreas. Su volumen es similar al de las tácticas inventadas para eludir las obligaciones que contiene. No conozco ningún campo del ordenamiento jurídico que se caracterice por la brevedad; en sus dominios, el laberinto es creciente. Por ejemplo, enterarse de las condiciones que un empresario debe cumplir para iniciar sus actividades es una experiencia descorazonadora. El recorrido de las instituciones que permiten dedicarse a esos menesteres es inacabable. Por lo tanto, si se anhela disuadir de consumar negocios lucrativos en esta parte del planeta, basta indicar cuáles son los requisitos para lograr la autorización correspondiente, pues crear aquí unidades económicas es una proeza que, sin paciencia, no puede ser efectuada. Lo sencillo es transitar por los caminos de la informalidad.
Cuando sus preceptos son incontables, el Estado se convierte en una criatura que ansía explotar a los hombres. Esto queda demostrado por el número de impuestos, tasas, patentes y timbres que son engendrados para darle vida. No es únicamente la exigencia que, a cambio de seguridad, entre otros bienes, establecen las naciones modernas para favorecer al individuo. En el caso analizado, la maquinaria que se debe mantener es colosal, pero también poco útil. La legión de trabajadores que obstaculizan nuestros trámites, anunciando actuaciones futuras e ilusorias, debe ser nutrida por los demás mortales. En más de una ocasión, he pensado que contribuir al fisco es permitir la vigencia del peor mal. Lo normal es que mis aportes sean cambiados por ultrajes. En este contexto, obedecer las órdenes tributarias tiene que considerarse casi como despropósito.
Pese al piélago de reglas fijadas por los gobernantes, existen personas que quieren ponerlas en práctica. Es una especie de individuos que no ha sido aún extinguida. Reconozco que se trata de una minoría; no obstante, su presencia es real, patente, alabable. Estos sujetos pertenecen al grupo que busca una vida compatible con sus convicciones éticas. Ellos están seguros de que, sin su esfuerzo, los logros del mundo civilizado serían destruidos. En definitiva, saben que debe haber un orden, preferentemente mínimo, para conseguir la satisfacción de sus necesidades. La otra opción es el caos, las peores anarquías, la devastación, los conflictos sin término. Lo malo es que no faltan los funcionarios dispuestos a impedir el cumplimiento cabal de las normas. Yo sospecho que intentan condenarnos a vivir en una región donde sólo el sometimiento al arbitrio del burócrata pueda servirnos.
El autor es escritor, político y abogado.
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