Lecciones de un checo ejemplar
Vaclav Havel fue muchas cosas: hijo de una familia acaudalada al que le fue impedido estudiar debido a su origen burgués; disidente anticomunista; dramaturgo; ensayista; signatario de la Carta 77; prisionero político; fumador compulsivo; líder de la revolución de terciopelo que sacó a los comunistas del poder en 1989; último presidente de Checoslovaquia y primero de la República Checa; símbolo. Pero, sobre todo, fue un intelectual que actuó en política sin renunciar a sus principios.
Pese a que le tocó vivir en una época de gigantes como Reagan, Thatcher, Kohl, Gorbachov o Juan Pablo II, Havel brilló con luces propias. Lo hizo porque comprendió que el poder es un medio para alcanzar objetivos elevados y no el fin último de la política. Que no vale la pena entrar en ésta si no se aspira a impulsar ideas propias con liderazgo, incluso si son impopulares. Que los problemas hay que enfrentarlos y las peleas hay que darlas. La rivalidad que Havel sostuvo con su sucesor, Vaclav Klaus, y la disminuida popularidad que registraba hacia el final de su segundo mandato dan cuenta que el político-intelectual mantuvo siempre la bandera al tope. En 2003 perdió el poder, pero no la dignidad.
El contraste con el panorama actual es evidente. No hay que ir a Europa para darse cuenta. Un rápido vistazo a nuestra política criolla deja en claro cuán lejos estamos del ejemplo entregado por Havel.
En Chile, la oposición sólo parece estar de acuerdo en que debe rechazar todo proyecto que provenga del Ejecutivo, porque está segura de que le conviene que a éste le vaya mal, sin importar las consecuencias para el país. La cosa no es mucho mejor en el gabinete, donde los ministros hacen lo que sea para "posicionarse" en la carrera presidencial: uno ha optado por convertirse en guardián de la libre competencia y los derechos del consumidor; otro ha descubierto la rentabilidad de la retórica nacionalista para volver a acercarse al voto duro que había perdido con sus propuestas antifamilia; otra ensaya con una versión soft del feminismo, mientras su colega quiere hacer de la fiscalización laboral una herramienta que despierte temor.
Nada hay de malo en que un político sea pragmático, pues ello puede llevarlo a sacrificar lo accesorio y promover lo relevante. El problema no es que los políticos sean pragmáticos, pues todos deben serlo, y enhorabuena. El verdadero inconveniente es su egoísmo y falta de espíritu de servicio: toman decisiones considerando únicamente cómo quedarán posicionados y qué les conviene. Con razón la gente desconfía y se aleja de ellos.
Lo cual nos lleva de vuelta a Havel, quien escribió que la peor herencia del totalitarismo es que "todos estamos moralmente enfermos, porque nos acostumbramos a decir una cosa y a pensar otra". Eso es, justamente, lo que ocurre en la política, donde reinan las apariencias y quien dice lo que piensa es visto como un ingenuo o un insensato. Por eso, decía Havel, resulta vital que los intelectuales participen en política, porque ellos aportan la mirada reflexiva, pausada, culta y de largo plazo que los políticos profesionales, como queda cada vez más claro, no están interesados en ofrecer.
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