¿Ser presidente es un riesgo?
Una oleada de serios problemas de salud que afecta a los presidentes suramericanos conmueve al análisis político. Hugo Chávez, Fernando Lugo, Lula da Silva y Dilma Rousseff son pacientes oncológicos y ahora Cristina Kirchner, si bien su cuadro pareciera no revestir la misma gravedad, se someterá a una cirugía de tiroides. En blogs y redes sociales explotan las teorías conspirativas: es que todos ellos, en mayor o menor medida, son líderes desafiantes en el plano internacional.
La cuestión adquiere relieve por dos presunciones de riesgo. La primera, es que la presidencia representa un riesgo para la salud de quienes la ejercen. La segunda, es que una mala salud de los presidentes pone en riesgo el programa político que representan. Lo segundo parece más cierto que lo primero.
En Argentina se puso de moda creer que el frenesí del poder presidencial acelera la vida, a partir de la muerte de Néstor Kirchner y de la publicación de un libro sobre el tema del periodista y médico Nelson Castro. Sin embargo, la historia muestra que los presidentes viven más y mejor que sus votantes. En Estados Unidos, cuna del presidencialismo, sucede todo lo contrario: la mayor parte de los presidentes supera largamente la expectativa de vida de su tiempo. Si excluimos a los 4 presidentes que fueron asesinados (Lincoln, Garfield, Mc Kinley y Kennedy), que murieron a una edad promedio de 52, los 34 presidentes fallecidos lo hicieron a una edad promedio de 73. Y de esos 34, un grupo de 23 vivió en promedio de 78 años, superando en más de 20 años la expectativa de vida promedio en sus respectivas épocas y segmentos demográficos. Cuanto más atrás nos vamos en el tiempo, mayor es el plus de vida: los 8 primeros presidentes de este país, de Washington a Van Buren, vivieron en promedio de 79,8 años, cuando la expectativa de los hombres blancos no llegaba a los 38 años (y estaba por debajo de los 30 para las otras razas). Todos estos datos surgen de un artículo publicado días atrás en el Journal of the American Medical A ssociation.
Seguramente las estadísticas se corresponden con la experiencia latinoamericana, porque en todo el mundo la longevidad se correlaciona fuertemente con variables como el mayor nivel socioeconómico y el acceso a la educación y los buenos médicos, cosas que nuestros presidentes en general también tuvieron. Es cierto que el stress puede matar, pero peor que el stress es la depresión, y el poder es pura libido. No en vano, el poder es algo tan deseado.
No obstante, la centralidad de la salud de los presidentes es un tema político, no institucional. Institucionalmente, los presidentes son fungibles y reemplazables: todos los países presidencialistas cuentan con cadenas sucesorias estipuladas por ley. Pero políticamente, es claro que no lo son. Y esto no responde a un marco institucional, sino a una matriz cultural: la política presidencialista, desde Alaska a Tierra del Fuego, es personalista y populista. Es en vano preguntarse hoy si eso es bueno o malo: es así, con sus pros y sus contras. El presidente es el verdadero receptor de los votos, y como tal, es quien encarna las demandas, los planes de gobierno y los espíritus de las épocas políticas.
Los problemas de salud de los presidentes no ponen en riesgo la institucionalidad del sistema, pero en alguna medida sí la continuidad de los ciclos políticos. La tendencia a la personalización electoral y la mediatización se profundiza en la política contemporánea, y es por eso que la salud presidencial nos importa cada día más. En otros tiempos, los presidentes se enfermaban y la opinión pública lo ignoraba; en nuestro tiempo, las noticias sobre estos temas generan diferentes efectos en la opinión pública, que van desde el temor sobre la capacidad de los presidentes para ejercer su función, hasta sentimientos de simpatía y solidaridad que disparan su popularidad. Todo indica que la enfermedad que aqueja a la Presidenta argentina es manejable, pero lo anterior explica la conmoción que ella generó ayer en la sociedad argentina.
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