Descifrando a la Argentina
Muchos se preguntan: ¿cómo puede un país tan generosamente dotado por la naturaleza, con una población educada con ascendencia predominantemente europea (cada vez menos) haber caído -desde hace ya una década- en el más descarado de los populismos y no sólo seguir inmerso en ese lamentable pantano político, sino haber alegremente ratificado su conformidad con esta situación con el 54% de los votos en la última elección presidencial?
Para quienes no nos conocen bien, las respuestas son difíciles. Para quienes nos conocen, también. No obstante, un libro excelente, de reciente publicación, titulado sugestivamente: “La Religión Populista”, de un abogado y periodista rionegrino, Aleardo F. Laría, contiene algunas reflexiones fuertes sobre la Argentina de la última década, que seguramente pueden ayudar a descifrar lo ocurrido.
Para Laría, el populismo tiene mucho de “estilo”, en lo que al discurso político se trata. Es, nos dice, sustancialmente un “conjunto de materiales pictóricos” con el que se edifica la peculiar composición estridente que motoriza al populismo. Una suerte de religión política, entonces. Donde los líderes asumen un nivel personal de protagonismo cada vez más exagerado, con perfiles de “culto a la personalidad”.
Florece entre un público ávido de espectáculo político (no de ideas), que sigue el andar de sus líderes cual trama de una telenovela. Por esto se enceguece con las hábiles “cortinas de humo” que se utilizan para distraerlo respecto de las más prosaicas realidades nacionales.
El populismo genera, nos recuerda Laría, una democracia de audiencias, en la que los líderes no piden respuestas políticas, ni pensamiento alguno. Tan sólo complicidad emotiva: esto es expresiones de apoyo y simpatía. Para esto el discurso es polémico, descalificante y confrontativo.
Para la audiencia, lo que importa es el presente, especialmente el bolsillo. Porque los populistas saben, según sostiene Laría, que “el ser humano tiene una inmensa capacidad espontánea y natural para acomodar el curso del pensamiento racional a los intereses subyacentes”. Los mensajes que envía el poder político suelen entonces ser intencionadamente confusos. Todo es pasión, sino fuerza bruta.
La creación de enemigos, nos dice Laría, deviene condición necesaria e ineludible de la acción política. Quienes dominan la acción -desde el liderazgo del momento- tiene capacidad retórica y son profesionalmente idealizados, cuando no deificados. Sus discursos no se controvierten, aunque sean -con frecuencia- irracionales. Operan sin reglas y subvierten el pasado, acomodándolo a sus conveniencias, manteniendo las inercias confrontativas, sin mirar hacia adelante. Adoptan la lógica de la sucesión dinástica y viven cómodos en medio de la anomia, cuando no en la ilegalidad, cual monarcas absolutos de los tiempos que vivimos.
En su discurso, recurren generalmente a ideas desprovistas de razonamiento, que se repiten hasta que ellas adquieren un intenso carácter contagioso, a la manera de microbios. Operan con toda suerte de “mantras”, o sea con frases o textos que –no por sus contenidos, sino por ser constantemente repetidos- se hacen carne en el auditorio.
Los movimientos populistas surgen con rara frecuencia en épocas de desgracia social, cuando imperan la insatisfacción y el descontento. Cuando todo es frustración e incertidumbre. La crisis argentina de 2001/2, con su profunda intensidad, alimentó, nos sugiere Laría, todo lo que hoy sucede en la Argentina.
Por el temor del pasado se sigue al líder que, de pronto, ofrece providencialmente salvación. Sin cuestionar sus propuestas. Apostando al éxito. Sin debatir nada. Mansamente, respondiendo simplemente al “llamado salvador”.
Se avanza entonces en medio de mitos presuntamente redencionistas, que remplazan a la realidad. Esto ocurre porque las masas son sugestionables, como enseñaba Le Bon. Y porque carecen de espíritu crítico. Pero, además, porque ellas “quieren” y “esperan” ser seducidas, una y otra vez. Y lo logran.
El paradigma populista, nos recuerda Laría, “se basa en un enfoque de la economía que prioriza el crecimiento y la redistribución del ingreso y minimiza los riesgos de la inflación, del financiamiento deficitario, las reacciones externas y las respuestas de los agentes económicos”. Sus personeros confían en los controles de precios y en la capacidad productiva instalada. Actúan eliminando sistemáticamente los contrapesos propios de la democracia, con líderes que -concentrando poder- implementan sus políticas sin debate.
Violan el derecho de propiedad sin mayores problemas y cambian -por decreto- las reglas de juego según su voluntad o capricho. En el camino, las formas no importan, en rigor se desprecian. Tampoco la cortesía. Ni, mucho menos, la tradición
Todo esto produce en la gente, al menos por un tiempo, una suerte de efecto sedante, que calma -de pronto- las angustias circunstanciales. Hasta que, como siempre sucede, llega la hora de la verdad y de “pagar las fiestas”.
Paso a paso, este esquema conduce inevitablemente a alimentar una pretensión hegemónica y a formas y expresiones diversas de autoritarismo. Por esto, la libertad de prensa se vuelve intolerable para el poder. Porque la verdad molesta cuando la intención es la de eternizarse en la cima del poder, ignorando la necesidad democrática de la alternancia. En ese proceso, sostiene Laría, el populismo se transforma progresivamente en el “reverso de la democracia”, que es tan sólo una imagen disimulada o tramposa, por oposición a una realidad.
Para el populismo todo debe confluir en el objetivo de permanecer el mayor tiempo posible en el poder: los recursos de Estado; el acoso constante a los adversarios, las demonizaciones y descalificaciones; el andar es siempre absolutista. Lo que importa es el “relato”, no la “realidad”. Cuando ésta incomoda, hasta las cifras se maquillan o manipulan, sin empacho.
Laría nos advierte que con esta marcha no tarda en aparecer el “patrimonialismo”, esto es la tendencia en el gobierno a considerar los recursos del Estado como propios. La corrupción, en una palabra.
En un ambiente populista se está en campaña política constante, en la que las inauguraciones recurrentes son apenas una forma más de proselitismo. Todo es tambor y platillos.
El populismo permanece aferrado a las anteojeras ideológicas de ayer, las ya abandonadas por el mundo. Con ellas se enfocan, con criterios obsoletos, las nuevas realidades. Y las equivocaciones se multiplican.
Por ello, nos dice Laría, los resultados son, a veces, verdaderamente grotescos. Quienes gobiernan creen ser depositarios de la verdad absoluta y no toleran que nadie les recuerde aquello tan simple de que cualquiera se equivoca. Particularmente cuando tiene escasa experiencia y muy poca cultura y una formación insuficiente. Gracias Laría, por iluminarnos -a propios y extraños- el escenario actual tan acertadamente.
Emilio J. Cárdenas fue Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
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