La Argentina en su laberinto externo
Los temas internacionales que afectan a la Argentina llegaron esta semana desde tres regiones diferentes: por un lado, desde el Mercosur, donde se cuestiona la particular política comercial de nuestro país. En segundo lugar, desde los Estados Unidos, donde la Suprema Corte deberá evaluar si el Banco Central argentino es lo suficientemente independiente como para no embargar sus reservas a pedido de tenedores de bonos en default. Y el tercero, con la boutade del primer ministro inglés, acusando al país de “colonialista”.
Tengo alguna reflexión sobre cada uno de los tres tópicos, pero aquí me voy a concentrar en el tema comercial, para completar lo expuesto la semana pasada en esta misma columna. Sólo indicaré que los tres temas están interrelacionados. Por más razón que se tenga, no se puede pedir el apoyo de la comunidad internacional, si uno no se comporta de manera políticamente correcta.
Vuelvo al comercio. Como comenté en su momento, el saldo comercial depende del nivel de actividad interna. Un país que consume por encima de lo que produce, compra al exterior la diferencia. Para importar menos, la demanda interna tiene que caer. La intención del Gobierno de reemplazar esta lógica macroeconómica de Perogrullo, con medidas administrativas de restricciones a las importaciones, tiene el mismo resultado –finalmente, habrá menos actividad interna por falta de productos y/o subirán los precios de los productos protegidos, reduciendo el poder de compra real, afectando la demanda y generando así el superávit comercial que se espera–. Dicho de otra manera, el ajuste es el mismo, pero el Gobierno decide quién gana y quién pierde en este ajuste.
La macroeconomía, en cambio, resulta menos discrecional, aunque relativamente más “simplista”: soluciona todo problema de falta de dólares de una economía, con endeudamiento, o atrayendo inversión extranjera directa, o devaluando para reducir la demanda de importaciones y alentar exportaciones.
Lo primero, afortunadamente, no está disponible. Lo segundo, la inversión extranjera directa, está fuertemente limitada por el capitalismo de amigos y las restricciones cambiarias y, precisamente, de comercio. (Quien invierte en un país, y no es amigo, salvo excepciones, quiere jugar con las reglas que conoce, libre movilidad de su capital y libre decisión de su forma de producir, comerciar y operar). Por lo tanto, lo único disponible, en este contexto, es la devaluación.
Pero una devaluación “en el vacío” no cambia precios relativos en contra de las importaciones, sino que desata una guerra inflacionaria.
Por lo tanto, como el Gobierno renunció, hace mucho, a tener un programa macro consistente, tampoco puede devaluar. De manera que introdujo, a cambio, este control administrativo como mecanismo de ajuste del nivel de actividad. Pero las reglas del mundo comercial indican que las restricciones a las importaciones se usan temporalmente, excepcionalmente y sectorialmente. Para una protección global, sólo está disponible, como se mencionara, y con ciertas limitaciones, el tipo de cambio.
Esto se hace mucho más evidente en un área de libre comercio como el Mercosur.
Ahora bien, si se trata de cuidar dólares, no se puede “discriminar”, en general, a favor de un país y en contra de otro, porque lo que se produce es “desvío de comercio”. Si, por ejemplo, decidiéramos restringir todas las importaciones, menos las provenientes del Mercosur, lo que pasaría es que lo que antes se importaba, por ejemplo, de Europa, ahora pasaría a importarse de Brasil o Uruguay. (A menos que se trate de un producto muy específico y sin sustitutos cercanos). Otra vez, el problema es el exceso de gasto sobre la producción local, y ese exceso se importa desde donde fuere.
En síntesis, reemplazar la macroeconomía por “decisiones administrativas” es posible por un rato; en especial si se produce soja, la deuda pública en manos privadas es muy baja, hay reservas en el Banco Central y se puede cobrar, con tolerancia de los que lo pagan, el impuesto inflacionario. Sin embargo, esta política tiene costos importantes. De corto plazo, porque el ajuste es desordenado y, seguramente, ineficiente e inequitativo. De largo plazo, porque afecta la inversión, la productividad y la competitividad, que es, justamente, lo que falta para superar en serio el problema.
Salir de este laberinto no será sencillo.
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