Epidemia de resentidos sociales
El Colombiano, Medellín
"La envidia es una declaración de inferioridad". Napoleón Bonaparte
Algunos comentarios a mi anterior columna de parte de la perrería de amargados de oficio que han reemplazado la sangre por bilis en su sistema circulatorio, me hicieron consciente de la plaga de resentidos sociales que coexisten con nosotros a diario y que tal vez por eso parecen hacerse invisibles por momentos.
Son patéticos los aullidos de estas hienas que posan de buscadores de justicia, pero entendida por ellos como la garantía que nadie tenga lo que ellos no tienen. Si alguien dice, sin ninguna pretensión de ofender, o declara inocentemente como parte de la sustentación de un argumento, que tiene un iPad, una paleta de agua, o peor aún, que es feliz, estas plañideras sociales se rasgan las vestiduras convencidas de que vamos a creerles que son defensores de la humanidad y de los desposeídos, ellos incluidos.
Lo que no soportan realmente estos apocados no es que otros tengan algo, sino que ellos no lo tienen. La justicia no es su objetivo, es no sentirse menos que otros porque creen que esos otros son más por no ser iguales a ellos. Como si tener cosas estableciera diferencias reales entre las personas o si el dinero fuese el medio exclusivo y seguro para la felicidad, como lo planteó Richard Easterlin en su interesante pero discutido estudio de 1974, " Does economic growth improve the human lot? Some empirical evidence ", o la alternativa "Paradoja del crecimiento infeliz" propuesta por Eduardo Lora y Juan Chaparro.
En algunos pueblos de lengua inglesa la frase: "Estemos a la altura del vecindario", es la típica manifestación de la naturaleza del envidioso que considera que la felicidad no está vinculada con lo que él es, sino que es el resultado de la comparación con quienes lo rodean, y por eso las desgracias de los demás son premios gordos de la lotería y los logros de los otros son pesadillas a la hora de intentar dormir. El envidioso es ese histérico que se siente despojado por los demás, a quienes acusa de sus males. Su escasa capacidad solo le ha permitido comprender que no tiene cómo alcanzar lo que otros sí poseen, y a falta de virtud y de carácter, encontró en la igualación la forma que no quede en evidencia su patética condición de nadería. Si yo no tengo, entonces que nadie tenga. Como sugiere Freud, para evitar la envidia primitiva, algunos creen que lo mejor es que "nadie debe querer sobresalir; todos deben ser y querer lo mismo".
Esto es lo que hace a los marxistas, y a la mamertera que hoy se hace llamar progresista, en vecinos o habitantes de los mismos zapatos de los envidiosos. Su búsqueda de igualdad forzada, no por la vía de la virtud sino por la trocha de la mezquindad, los convierte en los promotores de la mediocridad, pues en ella no es visible su ineptitud.
Estas alimañas, que a pesar de que envejecen prematuramente porque se autoconsumen en su agriera existencial, todo lo envenenan y encuentran en la envidia la solución a su poquedad. Detestan que los demás brillen, porque tanta luz pondría en evidencia el tono verde envidia de su piel, o cuero, para ser más específico. Nadie decente y educado tiene derecho ni justificación para desarrollar un complejo de superioridad frente a los otros, pero tampoco tenemos que aguantarles los complejos de inferioridad a los resentidos. Es tan caranga quien cree que la ostentación de cosas lo hace más, como el que se siente menos por la ostentación de otra caranga.
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