La Argentina sin disenso
El Imparcial, Madrid
Decía Michael Oakeshott que ninguna conversación es posible “en ausencia de una diversidad de voces”, es decir, sin el encuentro de diferentes discursos que “se reconocen recíprocamente y disfrutan de una relación oblicua que no requiere de su mutua asimilación ni espera que eso ocurra”.
Ahora bien, la conversación puede verse perjudicada o suspendida por lo menos en dos circunstancias. La primera, cuando alguna de las voces nos presenta conclusiones dogmática o cerradamente aceptadas. La segunda, cuando es proclive a “una preocupación exclusiva con su propia expresión”.
La cita viene a cuento porque ilustra parcialmente las razones por las cuales la comunicación humana se ha vuelto tan difícil en la Argentina, sobre todo cuando funcionarios del gobierno o sus leales seguidores son los que toman la palabra. El tono admonitorio, la soberbia, la falta de autocrítica, el menosprecio hacia el adversario, son rasgos salientes de un discurso y un desempeño políticos que, por añadidura, se dan de patadas con los principios y las formas de la democracia republicana. Es otro el proyecto, se me dirá. Sin embargo, mientras éste, sea cual fuere, no se plasme en una constitución hecha a medida, deberíamos seguir creyendo en la posibilidad de que aquellos principios y formas, consagrados en nuestra ley fundamental aunque hoy nos parezcan letra muerta, cobren nueva vida y presidan las acciones del Estado.
No es fácil, ciertamente, cuando el gobierno actúa como si la legitimidad innegable que supone haberse alzado con el 54 % de los votos le hubiese otorgado el monopolio interpretativo de la verdad, de lo que es justo o injusto, y un cheque en blanco para manipular lo que esté a su alcance: las instituciones, los hechos pasados y presentes, la información periodística, los índices económicos, etc. Semejante grado de poder y la discrecionalidad con que es ejercido sólo pueden alimentarse de la obediencia ciega de los incondicionales o del silencio cómplice de quienes, aun aceptando los lineamientos básicos de un “modelo” autotitulado nacional y popular, se cuidan de manifestar sus propios reparos por temor seguramente a ser excomulgados.
Como señaló el especialista argentino en gestión cultural José Miguel Onaindia, al referirse a la “batalla” que en la materia viene librando el gobierno y a las pretensiones hegemónicas de su relato, la ofensiva contra los opositores “es tan fuerte” que para muchos resulta irresistible. “El gran invento cultural del peronismo (agregó) es la palabra gorila, que hoy condensa todo lo monstruoso de la historia argentina. Como nadie quiere estar incluido, la gente baja el nivel de confrontación y no dice públicamente lo que piensa […] Hay miedo en muchos intelectuales, pensadores, artistas, en quedar incluidos en ese grupo (…) Es un fracaso que tengamos una convivencia cultural menos plural, menos pacífica y tolerante que la que tuvimos, por ejemplo, en la recuperación democrática”.
Conversación, diversidad de voces, disenso… Tres términos que parecen del todo ajenos al diccionario de nuestra retórica oficial.
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