Las malvinas, otra vez
Cristina Fernández de Kirchner, más inteligente que el fallecido dictador Leopoldo Galtieri, no pretende invadir las Malvinas. Sabe que las tropas argentinas serían derrotadas una vez más y que la derrota acabaría con ella, como acabó con Galtieri. Su estrategia es otra: la presión ambiental. Tiene la doble ventaja de que no obtener resultados positivos no implicaría costo alguno -en cierta forma, los réditos están garantizados porque el débil nunca tiene nada que perder mientras actúe como tal- y de permitirle al gobierno argentino lograr todo el efecto interno que pretende y necesita. De allí que lo que viene haciendo Cristina Kirchner desde septiembre, cuando lanzó una ofensiva internacional contra Londres a propósito de las Malvinas -ofensiva que en las últimas semanas ha cobrado especial notoriedad-, combine astucia política, prudencia calculada y sentido de la oportunidad.
La astucia política reside en lograr que parezca que está haciendo mucho, sin que en realidad esté logrando tanto como parece. Prudencia calculada porque, precisamente debido a lo anterior, sabe bien que el costo para ella es mínimo y que, en la medida en que no plantee un desafío militar, sólo puede ganar puntos. Y sentido de la oportunidad porque, a pesar de su reciente victoria reeleccionista, la situación de su gobierno empieza a ser precaria, ante el acelerado proceso de erosión del modelo económico y la creciente resistencia ante las señales continuas de avasallamiento contra la libre expresión y las instituciones democráticas. En tres palabras: galtierismo con neuronas.
Cristina sabe una cosa muy importante: que, a ojos del mundo, el reclamo de su país es justo. No es posible negar que el Reino Unido ocupó hace cerca de 180 años un territorio que no le pertenecía y que desde 1965 ha desoído el pedido de Naciones Unidas para que negocie con Buenos Aires una solución (léase un acuerdo de traspaso de soberanía). La resolución de 1965 y las 12 resoluciones subsiguientes, que de una u otra forma se relacionan con este asunto, otorgan a Buenos Aires una base jurídica y sobre todo política para reclamar. Por tanto, la mandataria argentina sabe también que los países sudamericanos no tienen más remedio, les guste o no comprarse un pleito con el Reino Unido, que secundarla por lo menos hasta cierto punto.
Aunque es consciente de que muchos de ellos, empezando por Chile, lo último que quieren es enemistarse con Londres, Cristina Kirchner entiende que su posición es tan sólida que los gobiernos vecinos tendrán, por lo menos simbólicamente, que hacer gestos de adhesión a su pedido. Algunos, porque no podrán quedar fuera del club de la solidaridad con un país sudamericano que reclama contra el despojo histórico de un territorio suyo; otros, porque y quizás este es también el caso de Chile, sus de por sí difíciles relaciones vecinales aconsejan no seguir abriendo frentes políticos en las fronteras.
Hasta ahora, las medidas que había tomado el kirchnerismo con respecto al reclamo de las Malvinas eran mínimas. Además de que durante años Néstor y Cristina prestaron casi nula atención a este tema, cuando finalmente lo hicieron -lo que coincidió con la revelación de que podía haber recursos petroleros en la zona- optaron por medidas de mediana intensidad. Una: no permitir a los barcos de las Malvinas abastecerse en puertos argentinos, lo que obligó a las islas a importar alimentos y otros productos desde el Reino Unido, a 14 mil kilómetros de distancia. La otra: no permitir a empresas que realizaran actividades en las Malvinas invertir o comerciar con Argentina.
Lo que ahora pretende Buenos Aires con el boicot sudamericano anunciado en diciembre pasado suena peor de lo que realmente es. Tanto el Mercosur como Unasur han aceptado el pedido argentino, de no permitir que los barcos con bandera de las Malvinas amarren en sus puertos. Lo cual no es lo mismo que prohibir la llegada de los barcos de las Malvinas, pues basta que éstos viajen con bandera británica para que puedan acceder sin obstáculos a puertos sudamericanos. Por ello, William Hague, el ministro de Relaciones Exteriores británico, dijo hace unos días que Chile, Uruguay y Brasil habían rechazado el boicot. Aunque Argentina, por boca del canciller Héctor Timerman y del vicepresidente Boudou, ha insistido en que el boicot se mantiene, lo cierto es que sólo se aplica a barcos que tengan bandera de las Malvinas. Basta cambiar la bandera para burlar el cerco. Así, Santiago, Brasilia y Montevideo quedan bien con Buenos Aires y quedan bien con Londres.
Ningún mandatario ha dado a entender siquiera remotamente, en las diversas capitales sudamericanas, que está dispuesto a sumarse al veto argentino contra empresas que operen en las Malvinas. No lo hicieron cuando el veto argentino tenía como blanco principal la industria pesquera (esa es, junto con el ganado ovejuno, la principal actividad económica en las islas) y no lo hacen ahora que el objetivo es la industria petrolera (la intensificación del reclamo argentino tiene relación con las actividades de exploración petrolera de la empresa Rock-hopper). Lo peor que puede pasar es que se suspenda el vuelo semanal a Chile que pasa por el espacio aéreo argentino, pero esa decisión no radica en Santiago, sino en Buenos Aires, por tanto, no implicaría un eventual boicot chileno.
Las relaciones económicas del Reino Unido con Sudamérica, por lo demás, ya no son lo que fueron a principios de siglo y durante el siglo 19, lo cual ofrece al gobierno británico, a pesar de que William Hague había anunciado en 2010 un vuelco hacia esta zona del mundo, cierto margen de protección ante cualquier eventualidad. Hasta la Primera Guerra Mundial, la mitad de las inversiones extranjeras en América Latina venían del Reino Unido y la cuarta parte del comercio latinoamericano tenía a ese país como interlocutor. Hoy, las exportaciones británicas a América Latina no pasan del uno por ciento. Las inversiones netas de empresas británicas en países sudamericanos en los últimos años han sido mínimas, salvo en Brasil, donde han superado los mil millones de libras, monto que de todas formas, en comparación con otros destinos del capital del Reino Unido, es modesto.
Un factor que, en este juego diplomático, aparentemente ayuda a Cristina Kirchner es la difícil situación en que se encuentra Londres en relación con la Unión Europea. Desde que el gobierno de David Cameron se opuso a formar parte de la iniciativa para reformar los tratados de la Unión a fin de ir hacia una unión fiscal en el contexto de la crisis de los bonos soberanos, las relaciones entre Londres y Bonn, pero especialmente entre Londres y París, han sido muy tirantes. Se ha hablado, una y otra vez, de "aislamiento" británico. En ese contexto, lo último que quiere el Reino Unido es que cunda la idea de que se amplía el aislamiento con un boicot general de los países sudamericanos, la noticia, algo exagerada, que Argentina ha logrado instalar en los medios.
Sin embargo, Argentina debe medir, en este cálculo, algo que no parece estar midiendo: el legendario nacionalismo británico. Debe recordar que si Londres tiene hoy problemas con sus socios de la Unión Europea es precisamente por esa insularidad o excepcionalidad política que el nacionalismo británico, y muy específicamente el nacionalismo inglés, ha impreso en la clase dirigente desde siempre. Quizá por ello David Cameron se sintió lo bastante seguro como para convocar, esta semana, al Consejo de Seguridad Nacional, que reúne a militares y políticos, enviando con ello un obvio mensaje: defenderemos las Malvinas con la fuerza si es necesario, exactamente igual que las defendió Margaret Thatcher en 1982. Cameron calcula que ningún primer ministro británico perderá votos internos por sacar las garras contra un nuevo desafío argentino. De allí que el intento de Cristina Kirchner de aprovechar el relativo aislamiento de Londres en Europa puede tener un efecto de "boomerang" y fortalecer a Cameron.
Hasta que surgió la posibilidad de que la zona contenga depósitos de hidrocarburos, para el Reino Unido las Malvinas eran una carga. La sensación general, en el mundo diplomático, era que Londres esperaba alguna oportunidad, en el futuro, para empezar a negociar una fórmula que iniciara el proceso de deshacerse del pesado fardo. No era posible hacerlo en lo inmediato, porque la mayoría de los poco más de 1.300 habitantes de las islas se consideran británicos. Muchos de ellos representan a la novena generación de británicos desde que, en 1833, el Reino Unido ocupó las Malvinas, dato en el que Londres ha basado siempre su argumento de que la "autodeterminación" de ese territorio de ultramar es el que prevalece (también con ese argumento William Hague acusó con ironía a Buenos Aires de "colonialismo" esta semana, antes de llegar a Brasil en visita oficial). Sin embargo, las cosas se han complicado mucho más desde que empezó a planear sobre las islas el fantasma del petróleo. Como es sabido, desde hace unos años, las reservas del Mar del Norte están en franca disminución. Desde el punto de vista del Reino Unido, pues, el eventual descubrimiento de abundantes cantidades de crudo en las inmediaciones de las Malvinas daría a esas islas un especial valor estratégico. Valor que habían dejado de tener desde que el siglo pasado eran paso obligado para los buques británcos que transitaban del Atlántico al Pacífico (en décadas recientes, apenas han sido el paso obligado hacia ciertas estaciones científicas de la Antártida).
La complicación internacional de la eventual existencia de yacimientos de crudo es obvia: además de valorizar el territorio de la islas para un gobierno británico que antes veía a las Malvinas como una carga, ello pondría a la Argentina ante la obligación de redoblar su campaña internacional. Para cualquier gobierno argentino sería difícil mantenerse de brazos cruzados ante la presión de una oposición que utilizaría el argumento petrolero para acusar a sus autoridades de escaso patriotismo.
En el caso de Cristina Kirchner, como queda dicho, hay más elementos de cálculo político interno que convicciones en todo esto, a juzgar por lo que ella y su marido no hicieron durante muchos años con respecto a las Malvinas. Pero lo cierto es que, dadas las actuales circunstancias, sería aún más difícil para un gobierno no peronista sometido a la presión del justicialismo mirar a otro lado. Por tanto, la posibilidad de que las Malvinas tengan petróleo ha creado casi una obligación en toda la clase política.
Todo indica, en resumen, que 30 años después de la guerra, las Malvinas han dejado de ser lo que Borges llamó la "pelea de dos calvos por un peine", y ha pasado a ser algo más grave.
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