EE UU-Israel: la hora del divorcio
El País, Madrid
La campaña electoral en Estados Unidos estará hasta su conclusión, en noviembre, amenazada por la posibilidad de un ataque de Israel contra Irán, un riesgo que pende como una espada de Damocles sobre la cabeza de Barack Obama. En los últimos días, el secretario de Defensa, Leon Panetta, ha advertido que Israel tiene planes de bombardear Irán antes del verano, y el propio Obama, sin dar por buena esa fecha, también ha admitido implícitamente que el Gobierno de Benjamin Netanyahu está considerando esa opción. Aunque cualquier acontecimiento internacional puede influir de alguna manera en el desarrollo de la política norteamericana, la excepcionalidad de este caso consiste en que se da por descontado que, lo quiera o no, EE UU se vería automáticamente arrastrado a un conflicto de gravísimas consecuencias.
Ese automatismo en las relaciones con Israel, esa dependencia infantil, se ha convertido hoy en un obstáculo formidable que le impide a EE UU desarrollar una política exterior equilibrada, y que también le dificulta a Israel la posibilidad de evolucionar hacia la normalidad de un Estado maduro y moderno. EE UU tiene en el mundo otros aliados de gran relevancia estratégica, pero ni a Corea del Sur ni a Japón ni a Australia, por poner solo algunos ejemplos, se les ocurriría ejercer sobre Washington el chantaje que en estos momentos utiliza Israel para influir en su política sobre Irán.
No se trata de infravalorar el peligro que puede representar un Gobierno autoritario y fanático como el de los ayatolás en poder de armas nucleares. Irán ha manifestado en varias ocasiones su voluntad de destruir Israel, y existen razones para creer que un deterioro del régimen islámico, acelerado por la situación en Siria y la ruptura del consenso social en el que se apoyó en el pasado, podría animar a sus líderes a desviar la atención hacia un enfrentamiento con la odiada “entidad sionista”.
Pero impedir la nuclearización de Irán tal vez no exige necesariamente una guerra. En todo caso, una guerra debería de ser la consecuencia de una decisión razonada de EE UU, en coordinación con la comunidad internacional, y después de haber agotado convincentemente todos los demás recursos; no la salida inevitable a la que Obama se vería abocado por la desesperación y la impaciencia de Netanyahu.
Actualmente, están en vigor una serie de fuertes sanciones que, según la mayoría de los expertos, están cumpliendo su objetivo: Irán está internacionalmente más aislado que nunca, su economía se debilita a pasos agigantados y el régimen ofrece síntomas inequívocos de división y fragilidad. Irán podría llegar a comprender pronto que gana mucho más de lo que pierde si negocia las características de su programa nuclear.
Pero, incluso si no fuese así, si Irán persistiese en su conducta actual, Israel está obligado a actuar como cualquier otro país, buscando un equilibrio entre su legítimo derecho a la autodefensa y sus responsabilidades como miembro de la sociedad de naciones civilizadas, no como un jovenzuelo matón que se sabe protegido por el más fuerte del patio.
Ha llegado ya el día en que Israel normalice su papel en el mundo. Israel es un país democrático y desarrollado que merece un alto reconocimiento por haber sobrevivido a muchos años de intimidación por parte de sus vecinos. Pero, en ese esfuerzo de supervivencia, ha encontrado justificaciones para actuar cruelmente contra los palestinos y, sobre todo, para abusar de su vinculación preferente con Estados Unidos.
Es principalmente Israel quien ha boicoteado los intentos de Obama de conseguir un acuerdo de paz con los palestinos, y es Israel el mayor responsable de haber conducido a ese proceso hacia un punto muerto en el que solo caben soluciones milagrosas o trágicas. Netanyahu es el único primer ministro del mundo que se puede permitir el lujo de reprender, como ha hecho, a Obama en el Despacho Oval sin que el presidente norteamericano pueda responder más que con su frustración.
Eso es así, sobre todo, gracias al peso que la comunidad judía tiene en EE UU. El fallecido historiador Tony Judt, judío, decía que, “si sionista es aquel judío que paga a otro judío para que viva Israel, EE UU está lleno de sionistas”. Hace algunas semanas, cerca de Boca Ratón, tuve la oportunidad de conversar con varios de esos judíos norteamericanos, codiciados votantes, obsesionados con la defensa de Israel pero decididos a terminar plácidamente sus vidas en las costas de Florida.
Cada año, los miembros más destacados de la clase política norteamericana se sienten obligados a rendir cuentas ante la conferencia de la AIPAC, el principal lobby judío, convencidos de que, sin la exhibición de un limpio historial pro-israelí, no existen posibilidades de futuro en este país.
Esto ha funcionado así desde hace décadas, y se pueden citar algunas buenas razones que lo han justificado hasta ahora, esencialmente la voluntad de la comunidad judía de EE UU de preservar un Estado judío, aunque en el remoto Oriente Próximo, ante el peligro de un segundo Holocausto.
Pero ese ciclo de la historia ya ha pasado. Israel tiene hoy que ser capaz de encontrar nuevos argumentos para defender sus derechos y reclamar respeto. Le ha llegado la hora de madurar y romper el vínculo esclavizante que ha creado con EE UU. Todos ganarían con ello. Israel podría hacer nuevos amigos y diversificar sus alianzas. La política exterior norteamericana ganaría credibilidad, y esa credibilidad resultaría, en última instancia, beneficiosa para defender a Israel, lo que, en sí mismo, es una causa justa.
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