Sin apellidos
SALAMANCA. – Sin apellidos, sin sobrenombres, sin apodos, sin motes, sin calificativos. Desde el momento que le agregamos algo al término “democracia”, deja de serlo automáticamente, como la “democracia sin comunismo” de Stroessner, o la “democracia generalizada” (la de los generales) de Ernesto Giménez Caballero, y ahora la “democracia formal socialista”, según un documento que he recibido en mi correo electrónico cuya autenticidad es difícil de comprobar, pero viene al caso ya que es la propuesta hecha por “el camarada, hermano y comandante Hugo Chávez”. Así está escrito en este documento y así se lo hemos escuchado decir en decenas de veces en sus discursos de los que se hace eco la prensa.
La democracia, para que funcione como tal, siempre ha tenido que ser formal, ya que nunca se ha visto una que sea “informal”. La democracia no puede ser “socialista”, pues con este apellido significa que, automáticamente, todos aquellos que no lo sean están excluidos. Y la democracia es, antes que nada, inclusiva. No puede dejar afuera a nadie con la amenaza de que cualquier voz crítica con el sistema pueda ser considerada antisocialista y sufra los castigos que con seguridad serán dispuestos por las “leyes formales socialistas”.
Después de la muerte del general Francisco Franco (que lucía el inexistente rango de “generalísimo”), quienes buscaban interrumpir las cuatro décadas de dictadura y abrir un periodo de democracia, así, a secas, encabezados por el Rey y Adolfo Suárez, pensaron que era el momento oportuno para llamar a elecciones generales. Ellas no tendrían legitimidad si algún grupo o partido estuviese proscrito, y decidieron que se debía legalizar el Partido Comunista. Así, regresó Santiago Carrillo después de un exilio de cuarenta años para convertirse en figura capital de la transición y un defensor de ella cuando el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, tomó por asaltó el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981. Carrillo estaba ideológicamente en las antípodas de esta “izquierda cavernaria”, como llamó un socialista español a la que se vive en Sudamérica después de asistir a un congreso en Buenos Aires.
Esta izquierda que reivindica la utilización de las armas para conquistar el poder, los desórdenes callejeros y la descalificación de las instituciones públicas es evidente que ignora que desde aquel octubre de 1917, en el que la turba asaltó el Palacio de Invierno de San Petersburgo, luego Leningrado, se produjeron hechos esenciales que hicieron que las ideas y las actitudes cambiaran. Esa historia está jalonada por las purgas de Stalin con veinte millones de muertos, el colapso económico y el derrumbe de la Unión Soviética y los sucesivos fracasos de la experiencia socialista en Cuba y en Corea del Norte, el único y último país del globo que mantiene un régimen estalinista.
La complejidad del mundo, la diversidad de intereses que existen entre los individuos o grupos humanos es una de las causas del error que cometen quienes creen tener la fórmula para crear el Paraíso en la Tierra; quienes creen saber lo que les conviene hacer y cómo vivir a los demás y están decididos a obligarlos que hagan tales cosas y vivan de la manera que ellos, los jefes, quieran que vivan, más que un paraíso construyen un infierno como el de “1984” de George Orwell.
Isaiah Berlin (Riga 1909 – Oxford, Inglaterra 1997) lo señala con claridad en su ensayo “Dos conceptos de libertad” (Alianza Editorial, Madrid 2001): “Manipular a los hombres y lanzarlos hacia fines que tú –el reformador social– conoces, pero los demás quizá no, es negar su esencia humana, es tratarlos como objetos hueros de voluntad propia. Es, en suma, degradarlos. (…) Es, en efecto, tratarles como infrahumanos y actuar como si sus fines fuesen menos fundamentales y sagrados que los míos” (p. 68).
Más infrahumano se siente uno cuando ese “reformador social”, al decir de Berlin, es alguien como Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa y el mismo Fernando Lugo, guiados todos por la luz que irradian los hermanos Castro desde Cuba, incapaces de hilar dos frases seguidas con cierta coherencia. Sin embargo, buscan erigirse en los conductores de la revolución social del siglo XXI. Esta irracionalidad es la verdadera tragedia de cualquier tipo de dictadura que se expresa como una democracia con apellido, con sobrenombre, con apodos, motes y calificativos.
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