Argentina: Una propuesta de sueldos para legisladores
Permítanme apurar mi posición: los funcionarios públicos tienen que ganar muy bien, porque es cierto que no se puede pretender que sólo los ricos o los ascetas o faquires hagan política. Dicho sea de paso, ¡qué fallido el del diputado Domínguez, cuando expresó que sin un buen sueldo sólo los “ricos o ladrones” podrían dedicarse a la política! Es cierto que un buen sueldo permite que gente sin un voluminoso patrimonio se dedique a la política, pero no evita la corrupción. Hay ricos corruptos y pobres honestos y viceversa. ¡Ningún mal sueldo justifica robar, señor diputado!
Vuelvo e insisto, los funcionarios públicos tienen que ganar muy bien, pero de manera transparente, sin trampas, sin pagos en negro, sin gastos escondidos, sin prebendas.
Y ese sueldo tiene que ser contra una prestación cierta y clara. Porque la función se jerarquiza, primero, trabajando y después, reclamando una remuneración acorde, y no al revés. Si los diputados y senadores oficialistas se han convertido, en lugar de representantes de sus votantes o de sus provincias, en meros “levanta manos” para aprobar, sin corregir una coma y sin importarles los intereses de quienes deben representar, como sucedió en las sesiones extraordinarias de fines del año pasado, en donde ni siquiera tuvieron el tino de disimular un poco admitiendo cambios menores en algún proyecto de ley, la verdad es que podrían hacerlo sin cobrar un peso.
Reforma política. Y esto me lleva al tema de una reforma política en serio, distorsionada por esa parodia de internas abiertas y simultáneas que tuvimos el año pasado. Mientras los legisladores no se sientan representantes de quienes los han votado, en el marco de un programa explícito de trabajo, difícilmente quienes les pagamos el sueldo tendremos la voluntad de pagarles lo que les corresponde.
Por otra parte, en la Argentina tampoco existe información explícita respecto de la performance de cada legislador –es decir, poder entrar a una página de Internet, clickear sobre el nombre del legislador y saber sobre su asistencia a las comisiones, al recinto, cómo votó en cada ocasión, cuántos asesores tiene, qué proyectos presentó, cuántas reformas propuso a proyectos de terceros, cuáles fueron sus intervenciones en cada caso, etc.–, de manera que cada ciudadano pueda evaluar el comportamiento de su legislador.
Finalmente, tampoco el Congreso posee, en general, en su planta permanente, personal técnico, profesionales designados por concurso para asesorar a todos los bloques respecto de cuestiones exclusivamente técnicas, de manera de reducir el número de asesores directos de cada bloque o legislador, y los nombramientos de cada período legislativo, que acumulan gente, sueldos y gastos.
Con todos estos elementos, paso a “refinar” mi posición inicial.
Los legisladores tienen que ganar un buen sueldo. Podríamos usar algún parámetro objetivo –el que se usó ahora del 120% del sueldo de un funcionario de línea no lo es, porque ese sueldo lo fija el propio Congreso, de manera que surge un conflicto de intereses en la negociación con los empleados–.
Sugiero, por ejemplo, utilizar una canasta de bienes y servicios para ejecutivos o gerentes, valuada a los precios de mercado y calculada en forma transparente y pública, y que incluya gastos de viaje, alquiler, etc.
Sugiero, sobre ese sueldo, agregar un plus para contratar tres asesores como máximo, en cabeza de cada legislador y, si no lo hacen, que ese dinero quede a disposición del legislador, pero en títulos de la deuda pública y sólo disponibles para ser negociados dos años después del término de su mandato. De esta manera, no designarán asesores “en vano”, tratarán de informarse y estudiar por su cuenta y, de paso, tendrán algún interés en defender el valor de la deuda soberana, con una buena tarea legislativa. (O por lo menos, no hubieran aplaudido a rabiar el default).
Todo esto acompañado por el “archivo en línea” de cada legislador, con el detalle de la performance, comentado más arriba, junto a una reforma política que permita una relación más directa entre representantes y votantes, y una profesionalización y achique de la planta permanente del Congreso.
En síntesis, si queremos jerarquizar –como corresponde– el funcionamiento de la República, tenemos que abandonar hipocresías, pero de los dos lados. Del lado de los que pagamos, pero también del lado de los que cobran.
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