Contruyamos un futuro positivo en México… en el sentido de San Agustín
El futuro no es algo que se da por sí mismo. Más bien, es producto de las decisiones que se van tomando, o no tomando, día a día. El conjunto de decisiones que realiza un gobierno, así como la acumulación de acciones y decisiones que emprenden todos los miembros de una sociedad, va dándole forma a lo que será ese futuro. En este sentido, si no nos gusta el presente, tenemos que pensar en las acciones que serían necesarias hoy para que el futuro resulte no sólo muy diferente, sino mucho mejor.
El futuro se construye. Según San Agustín, el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente y el futuro como expectativa presente. Esta perspectiva del tiempo y del futuro nos dice que el presente determina tanto nuestra visión del futuro como la del pasado. Sin embargo, la del pasado solo se explica en función de la memoria que hoy tenemos de lo que ocurrió antes. En el caso del futuro, lo fundamental es que nuestras acciones de hoy determinan lo que será el futuro mañana. Esta es la perspectiva que anima a la construcción de un futuro mejor.
Si aceptamos la concepción de San Agustín, el futuro no es más que lo que hagamos hoy. Esa manera de observar al mundo es igual tanto si nos dedicamos a construir ese futuro con toda conciencia, como si simplemente actuamos de la misma forma en que siempre lo hemos hecho. Es decir, el futuro se construye con lo que hacemos y con lo que no hacemos: todo se acumula para dar forma a las tradiciones, políticas, construcciones y formas de organización económica y social que van conformando el futuro. En este sentido, el futuro se construye cada día. Pero si no hay un claro sentido de intención, un objetivo explícito que perseguir, cualquier camino nos llevará al futuro, pues todos son iguales.
Todas las sociedades que han logrado transformarse y modernizarse, como Singapur, España, Portugal, Chile y Corea, cada una con sus características, lo alcanzaron gracias a que se crearon condiciones propicias para ese proceso de transformación. Es decir, su éxito no se debe a que las cosas hayan cambiado de manera súbita, sino a que se hizo todo lo necesario para que eso ocurriera. Se trata de un proceso intencional que goza de amplia legitimidad social. Crear ese sentido de dirección y organizar a la población y al gobierno para alcanzarlo es el reto fundamental que tenemos en la actualidad. Es el reto de todas las fuerzas políticas.
Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieran atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos.
En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de las últimas décadas perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país parecía haber encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por si lo anterior no fuera suficiente, aparecen todos los intereses particulares, cuyos beneficios medran del malestar del resto de la población.
La claridad de rumbo en México se perdió entre los 60 y 70: al inicio por problemas estructurales, luego por el conflicto político que seguimos viviendo hasta el día de hoy. La época de reformas durante los 80 y 90, incluyendo al TLC, fue un intento por definir un nuevo rumbo y ganar el apoyo social al mismo. Desafortunadamente, la crisis del 95 destruyó el incipiente consenso y abrió la caja de Pandora respecto al futuro. Ni la democracia ni la alternancia de partidos en el gobierno han cambiado esta realidad. El conflicto político se ha convertido en una característica permanente. También es la causa fundamental del estancamiento económico porque es fuente de permanente incertidumbre, el peor enemigo de la inversión.
Por algunos años, la cercanía con los mercados más dinámicos le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo logró un acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que el TLC convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando en la medida en que no elevamos la productividad de la economía interna y que otras economías nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieran atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía.
Ahora estamos de nuevo ante un cambio de gran magnitud en las vinculaciones económicas y comerciales del mundo, lo que genera enormes oportunidades para el desarrollo económico del país, pero éstas no van a darse por sí mismas. Lamentablemente, no parece existir la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para convertir estas oportunidades en realidad. Esto último es particularmente relevante: la característica medular de la construcción de un futuro reside en la continuidad de las políticas públicas. El éxito de Brasil en años recientes ha sido precisamente ese: han cambiado sus gobiernos pero la estrategia de desarrollo permanece, convirtiéndose en el mayor acicate para la inversión. En otras palabras, nuestro futuro requiere un entendimiento político que permita la continuidad.
Las últimas décadas son testimonio fehaciente de que no hemos sido capaces de articular una estrategia de desarrollo que le dé sentido de dirección al país: pero el problema no reside en la incapacidad para articularla, sino en la incapacidad de lograr un consenso político en torno a su adopción. No hemos sido capaces de sostener un proceso transformador que es la única manera en que el país se va a modernizar y, en el camino, crear los empleos y las oportunidades que la población con justicia demanda.
Es evidente que el futuro del país va a requerir cambios y reformas diversos, pero la única forma en que se puede construir un futuro positivo, en el sentido de San Agustín, es construyendo pactos políticos en torno a un futuro que todas las fuerzas políticas y, desde luego, la sociedad, estén dispuestas a suscribir. Nuestro problema no es de reformas específicas sino del conflicto político que impide conferirle certidumbre a una población deseosa por salir del atolladero actual y comenzar a construir un futuro diferente.
Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México.
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