El honor del mandatario
El País, Madrid
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, acaba de ganar una importante batalla legal contra la libertad de prensa en su país y ha dado un paso más en la conversión de su gobierno en un régimen autoritario. La Corte Nacional de Justicia, máxima instancia de la magistratura, ha condenado al diario El Universo, decano de la prensa ecuatoriana con más de 90 años de existencia, por injurias al mandatario, con una sentencia severísima: 40 millones de dólares y tres años de cárcel a los principales responsables del diario, los hermanos Carlos, César y Nicolás Pérez.
El proceso contra El Universo se inició hace poco menos de un año, con motivo de un artículo del periodista Emilio Palacio, quien, comentando la actuación del presidente en una confusa revuelta policial de septiembre de 2010 en la que se vio implicado, afirmaba: “El dictador debería recordar, por último, y esto es muy importante, que con el indulto, en el futuro, un nuevo presidente, quizás enemigo suyo, podría llevarlo ante una corte penal por haber ordenado fuego a discreción y sin previo aviso contra un hospital lleno de civiles y gente inocente”. Rafael Correa consideró esta frase lesiva para su honor.
Celebrando el fallo del Tribunal, mientras sus partidarios quemaban en la calle ejemplares del diario incriminado, el jefe de Estado del Ecuador dijo que con aquel fallo se habían logrado tres objetivos: “que El Universo mintió, que se puede juzgar no a los payasitos, sino a los dueños del circo, y que los ciudadanos pueden reaccionar frente a los abusos de la prensa”.
No dijo si sentía que había sido desagraviado en su maltratado honor, y por una razón muy sencilla: porque es ahora, precisamente, cuando ese honor —además de su nombre y su gobierno— ha quedado por las patas de los caballos, desprestigiado internacionalmente por una operación legal que toda la prensa libre del mundo, las organizaciones de periodistas, de derechos humanos, y los partidos y gobiernos democráticos consideran un atropello cínico y desorbitado contra la libertad de expresión que puede tener consecuencias trágicas para su país. Sobre todo, teniendo en cuenta que no es el primero ni será el último. Hace unos días, otros dos periodistas ecuatorianos, Juan Carlos Calderón y Christian Zurita, fueron condenados a pagar dos millones de dólares por supuestos “daños morales” que habrían causado al presidente en un libro describiendo los negociados de su familia.
Ni qué decir tiene que la sentencia de la Corte Nacional de Justicia del Ecuador instala una espada de Damocles sobre todos los medios de comunicación y los adversarios del gobierno, advirtiéndoles que cualquier crítica al poder puede acarrearles represalias tan feroces como ésta, que, en la práctica, equivale a la clausura del órgano de prensa (pues la multa supera en exceso el patrimonio del periódico), y largas penas de prisión para los periodistas indóciles.
El amedrentamiento y la amenaza para instalar la autocensura en el mundo de la información, obligando a los periodistas e informadores a convertirse en censores de sí mismos y a escribir mirando a hurtadillas a su alrededor, es un método que todos los dictadores modernos practican —el ejemplo más conspicuo en América Latina, después del caso obvio de Cuba, es el del comandante Hugo Chávez en Venezuela, seguido por su aventajada discípula argentina, la señora Cristina Kirchner—, más hipócrita pero también más efectivo que el de la anacrónica censura previa o la mera clausura policial de los medios indomesticables y reacios al servilismo político. La desaparición de un periodismo libre y su reemplazo por unos medios neutralizados e incapaces de ejercer la crítica es el sueño, también, de las seudo democracias demagógicas y devastadas por el populismo, de las que es eximio representante el gobierno de Rafael Correa.
Su involución hacia el populismo demagógico y la retórica truculenta y ramplona que ahora practica —verlo perorar, mirando al cielo, con las venas hinchadas del cuello y embriagado de admiración por sí mismo, constituye un espectáculo impagable— es por desgracia una deriva no infrecuente en los políticos latinoamericanos. Y, en su caso particular, bastante triste. Porque la verdad es que, cuando comenzó a figurar en la vida política de su país, en abril de 2005, en plena crisis constitucional, este economista católico, con títulos en las Universidades de Lovaina e Illinois y una distinguida carrera académica, alentó muchas esperanzas. Parecía movido por sentimientos generosos e idealistas y se pensaba que su gestión gubernamental serviría para reforzar las instituciones democráticas, la justicia social y la modernización del Ecuador.
Ha sido exactamente al revés. Mareado por el poder y la obsesión continuista, peón de brega de los delirios socialistas y bolivarianos del comandante Chávez junto al boliviano Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega, el gobierno de Rafael Correa, con sus políticas cortoplacistas, de irresponsabilidad fiscal y corrupción multiplicada, su hostilidad hacia la empresa privada, las inversiones extranjeras y su izquierdismo trasnochado, ha empobrecido y desquiciado a la sociedad ecuatoriana, enconándola y crispándola. Por eso, su impopularidad ha ido creciendo de manera sistemática en los últimos tiempos. Los movimientos indigenistas, que en un principio lo apoyaron, están ahora entre los críticos más tenaces de su gobierno.
Éste es el contexto que explica los golpes desesperados contra la libertad de expresión del presidente Correa de los últimos meses y la brutalidad de esta sentencia contra El Universo. Con ella, el jefe de Estado y su gobierno se despojan de una de las pocas credenciales democráticas que todavía podían exhibir y asumen, sin veladuras, el sistema autoritario chavista que tuvieron siempre por modelo.
Dicho esto, nadie puede negar que el periodismo, tanto en Ecuador como en el resto de América Latina, está lejos de ser siempre un dechado de probidad, templanza y objetividad. Desde luego que a veces sucumbe en el amarillismo, es decir, la exageración, la injuria y el libelo, y que un sistema judicial probo e independiente debería amparar a los ciudadanos contra estos excesos. Pero la decapitación no es el remedio más adecuado contra las neuralgias. La sanción contra El Universo de la Corte Nacional del Ecuador escandaliza, entre otras cosas, por su desproporción con la supuesta ofensa, y ese carácter desorbitado que luce es la mejor demostración de que no persigue desfacer un entuerto de que haya sido víctima una persona, sino que se trata de un acto político, encaminado a acabar de una vez por todas con esos pilares de la democracia que son la libertad de expresión y el derecho de crítica.
De todas maneras, ésta es una victoria pírrica de Rafael Correa. Su impopularidad seguirá creciendo, y todavía más si logra su propósito de amordazar del todo a la prensa de su país, lo que, a pesar de todo, no parece nada fácil. Lo ocurrido ha servido para mostrar, por una parte, lo poco confiables que son los tribunales ecuatorianos en materia de justicia por lo enfeudados que están al poder político, y, de otra, el coraje y la consecuencia de los dueños y periodistas de El Universo y los muchos colegas ecuatorianos que se han solidarizado con ellos. Los desenfrenados esfuerzos del gobierno para dividirlos y quebrarlos han sido inútiles. Han luchado todos, empresarios, periodistas, empleados y gráficos, sin hacer concesión alguna, defendiendo con soberbia consecuencia su postura independiente, por lo que se han ganado la admiración del mundo entero y convertido en el símbolo mismo de la resistencia del pueblo del Ecuador contra la noche autoritaria que les ha caído encima.
Es seguro que, a la corta o a la larga, son ellos y no el aprendiz de dictador ni los jueces prevaricadores los que dirán la última palabra. Éste es uno más de los muchos traspiés que le ha deparado la historia a este viejo periódico y no cabe duda de que El Universo sobrevivirá una vez más a la dura prueba y volverá pronto a retomar su puesto de vanguardia en la lucha por la civilización y en contra de la barbarie. Para entonces, Rafael Correa será ya una borrosa silueta medio desvanecida entre el tumulto de caudillitos y politicastros que jalonan la peor tradición de América Latina.
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