El Salvador: La institucionalidad del país y las municipalidades

Uno de los problemas más serios de la cultura política que hemos heredado en Latino América es el de esperar que el orden y el progreso vengan de arriba –del rey antes de la independencia, de los países ricos y de los gobiernos centrales después de ella– en vez de darnos cuenta de que en todos los países desarrollados el orden viene de abajo, de tal forma que el orden y el progreso de los gobiernos centrales son el reflejo de un orden y un progreso fundamentado en los gobiernos de estados y provincias, de municipalidades y de barrios y, en última instancia, en los individuos. El Estado no es el que hace a las personas. Las personas hacen el Estado.

Por esta razón hay un contraste muy grande entre los países desarrollados y los países como los nuestros, que todavía no hemos entendido el sentido del desarrollo. En toda Latino América la modernidad disminuye con la distancia de la capital. En los países desarrollados no existe ninguna relación semejante. La sociedad funciona tan bien en California como en Washington, y en un pequeño pueblo de Escocia tanto como en la sede del gobierno nacional en Londres. Los bomberos de las pequeñas islas del Báltico funcionan tan eficientemente como los de Berlín.

De hecho, en todos estos países los distintos niveles de los gobiernos se fueron armando de abajo para arriba, pasando gradualmente desde la extrema fragmentación de la Edad Media, en la que la gente reconocía sólo un gobierno, el local, hasta los países que ahora conocemos. Así, el rey de Francia mandaba sólo en un área muy pequeña por muchos siglos antes de que, con la llegada de Luis XIV, se consolidara un gobierno nacional. Antes de él el poder estaba fragmentado entre decenas de nobles que controlaban las localidades de Francia. Alemania se creó en 1870 con la unión de más de cincuenta pequeños estados más Prusia y Baviera.

Este proceso generó en los ciudadanos una imagen muy clara de la realidad de estos países: el poder central es una estructura creada desde abajo, y los principios que lo deben regir son los que rigen a los gobiernos locales y las municipalidades. Esta imagen es la que hace que la democracia y el respeto a los derechos individuales sean fuertes y sostenibles, porque se viven primariamente en el ambiente inmediato, en el día a día de las comunidades, y de allí la gente espera y demanda que se apliquen también en la lejana capital.

Este proceso lo puede iniciar cualquier municipalidad, y lo puede iniciar con algo muy sencillo. No hay ninguna razón que exija, por ejemplo, que las municipalidades tengan que esperar a una ley nacional para tener total transparencia en sus cuentas y decisiones, y para publicarlas todas en Internet. Con que una las publique, todas lo tendrán que hacer, y si varias lo hacen, el gobierno también tendrá que hacerlo. Ese sería un paso gigantesco en la construcción de la institucionalidad democrática y un triunfo en la lucha contra la peor lacra que detiene nuestro progreso, la corrupción. No hay razón para no hacerlo. Las autoridades municipalidades que han subido al poder con un mandato de ser prácticos y probos deben hacerlo, y ya.

El autor es Máster en Economía, Northwestern University y columnista de El Diario de Hoy.