Todos somos Vito Corleone
El reestreno, cuatro décadas más tarde, de El Padrino lo prueba de forma fehaciente: la obra maestra de Francis Ford Coppola ha superado con creces la prueba del tiempo. Es hoy exactamente la misma película que fue en 1972, cuando se estrenó.
¿Por qué?
Dudo que sea sólo por la soberbia actuación de Marlon Brando, Al Pacino, James Caan y compañía, o por la intriga casi hipnótica que, a partir del libro de Mario Puzo, enhebraron el propio Puzo, Coppola y el tercer guionista, el olvidado Robert Towne. Hay mucho más que eso: una imperecedera radiografía de las vísceras del poder, el poder en su expresión más primaria y brutal, pero por eso mismo auténtica, convincente, aterradora. Después de ver esa película y comprobar la transformación de Michael, el chico a quien Vito Corleone creía destinado a ser el puro de la familia, en dueño y señor del submundo mafioso, uno se queda pensando… y temblando. El más puro es capaz de matar a su propio cuñado y ocultarle ese hecho definitivo de su nueva personalidad, de la personalidad metamorfoseada en el horror, a su propia hermana y su propia mujer. Es el horror de El corazón de las tinieblas y el de su remedo fílmico, Apocalipsis ahora. Es el horror de El Padrino. Se vuelve a ver El Padrino porque contemplar el horror es fascinante.
Será eso, me imagino, lo que a todos nos ha hecho ver El Padrino una y mil veces, y llevará en estos días a miles de cinéfilos a entregarse sin reservas a los horrores que recrean la lucha de las legendarias Cinco Familias neoyorquinas. La fascinación con el crimen en esta película pasa a ser fascinación con la comprobación de que nadie, en última instancia, si ciertas circunstancias se dan, es inmune a la frialdad del poder. Eso vale para el mundo del hampa lo mismo que para el de la política, para el de los negocios lícitos de la misma forma que para los ilegales. Sin los frenos institucionales y morales adecuados, todos somos los Corleone. Al menos, eso nos dice Coppola, sin decirlo así. Nos reconocemos en él al mismo tiempo que nos repele.
Los viejos temas del poder están todos reunidos en la historia. La dinastía, por lo pronto. La mafia es un mundo dinástico por excelencia, pero ¿acaso el poder excesivo no es siempre eso? A veces lo es en un sentido estrictamente familiar; a veces, de un modo más amplio, incorporando la figura del "delfín" al que el jefe prepara para que lo suceda, pero que en el fondo es su prolongación. La dinastía, la sucesión familiar, no es otra cosa que la prolongación del poder del jefe a través de su prole. Aunque don Vito Corleone tiene originalmente la esperanza de que su hijo Michael sea puro y no acabe participando en el negocio familiar, al final no sólo se adapta al hijo transformado en capo sino que se vuelve su principal consigliere (altamente eficaz, por otra parte, porque lo previene, por ejemplo, de una traición inminente). De los Somoza a los Castro, la historia dictatorial de América Latina es la historia de don Vito y Michael. Prolongación, búsqueda de la perpetuidad. Aspiración del artista que deja una obra que lo sobrevive, aspiración de la especie que perdura, y aspiración, en su vertiente más atroz, del poder que quiere ser eterno.
El poder no puede ser compartido. No hay forma de que los Corleone negocien con los Tattaglia o Emilio Barzini cuotas de poder: sólo por razones tácticas en determinados momentos se pactan ciertas treguas; el resto del tiempo se busca la eliminación del rival porque sólo ese método asegura la consecución del fin. No se tiene desde el comienzo, necesariamente, el objetivo de eliminar a todo rival. Se tiene una ambición desmedida, pero no siempre un plan de principio a fin. A veces, se va ingresando en esa mentalidad poco a poco, en función de circunstancias que van endureciendo la voluntad del poderoso, o porque la comisión de determinados actos obliga a cometer otros para protegerse de las consecuencias de los anteriores. No siempre uno gobierna los hechos que lo hacen todopoderoso: a veces, vaya paradoja, es al revés. Michael promete a su nueva mujer transformarse en un legítimo hombre de negocios antes de cinco años y sin embargo la espiral de violencia supera en él toda capacidad de gobernar la tentación del poder violento y total. Porque, convertido ya en un todopoderoso, si no matas, mueres. ¿Cuántas dictaduras latinoamericanas se hicieron de ese modo complejo, sin obedecer a un plan original estricto y perfectamente calculado, más bien forzado por situaciones y hechos que despertaron en el poderoso los instintos peores? Seguramente muchos. Pinochet no era, en 1970 o 1971, el mismo que sería en 1973. Era el mismo esencialmente, pero las circunstancias no lo eran. Los hechos no lo eran. No lo eran las causas y efectos que le abrirían a su latente ambición de poder total el camino.
El Estado es siempre el instrumento del poder, aun cuando quien lo ejerce no ocupa un cargo público. La policía corrupta al servicio de la mafia, en este caso de los rivales de los Corleone, simboliza el Estado como instrumento de intereses particulares. Es el mercantilismo en su expresión más basta y mostrenca: el Estado reducido a agencia de intereses particulares. Los frenos que se inventaron para impedir eso -los pesos y contrapesos del poder, la protección de la propiedad y la igualdad ante la ley- existen, allí donde existen, precisamente porque la historia del Estado, que es la historia de la caza del hombre por el hombre, es la del uso del poder para depredar a los demás. La policía neoyorquina es, en El Padrino, esencialmente lo mismo que tres siglos de vida colonial y dos siglos de vida republicana con Estados al servicio de intereses particulares en buen número de nuestros países.
Algunas veces esos intereses fueron nacionales, otras veces fueron internacionales. Siempre fueron superiores al principio del Estado neutral y al principio de la igualdad ante la ley. El poder es eso: la permanente tentación de la depredación. El Padrino nos lo recuerda visceralmente.
La familia es uno de los grandes temas de la película (y del libro). No podía ser de otra manera tratándose de un mundo de herencia ítalo-católica. En teoría, la familia es una unidad perfecta ("nunca dejes que nadie fuera de la familia sepa lo que estás pensando"). En la práctica, la tensión entre la familia y los fríos intereses de la mafia nos suena creíble, porque los poderosos siempre sacrifican cosas íntimas y cercanas, sentimientos, filiaciones y afectos naturales, cuando entre éstos y el poder surge una incompatibilidad decisiva. Paradoja que reconocemos como cierta: la misma familia cuyos miembros se protegen unos a otros y cuya unidad hace posible la supervivencia del imperio ilícito es por momentos el mayor obstáculo para la realización de objetivos inmediatos que resultan necesarios para consolidar el poder. La confrontación, hacia el final, entre Michael y las mujeres de su familia desgarra su conciencia, pero no impide justificar en sus adentros el más frío de los actos: un crimen familiar. El poder tritura a la familia para que el poder de la familia pueda continuar. Parece una contradicción: es, en verdad, un perfecto silogismo.
La traición es inseparable del poder. Un mundo de lealtades sin fisuras no sería compatible con la realización del poder absoluto precisamente porque la lealtad obliga a compartir lo que un megalómano no podría nunca compartir sin renunciar a su ambición. La política es el reino de la traición. Pienso en que Castro dejó morir al Che Guevara en Bolivia. Pienso en el empresario y político conservador nicaragüense Alfredo César, cuyo rol en la historia de su país a partir de fines de los años 70 le valió el célebre apelativo "siete puñales". Pienso en la secretaria de Vladimiro Montesinos que filtró los videos que hundieron a Fujimori por celos. El poder es traición. No importan las pasiones que estén detrás. La traición es un precio indispensable para tener poder, o en todo caso más poder del conveniente. Salvatore Tessio no es un invento de El Padrino: la historia del poder humano está repleta de Tessios.
El poder lo han ejercido también las mujeres, pero es, en su expresión más cruda, al menos en los estadios de la humanidad que hemos atravesado hasta hoy, esencialmente un mundo machista. La mujer puede beneficiarse o incluso recibir protección gracias al poder de hombre, pero su papel es siempre el de una subordinada. Las mafias no las dirigen nunca las mujeres. El poder absoluto por lo general lo ejercen los hombres. Y por supuesto las mujeres, aunque no lo ejercen, lo padecen. Son un blanco legítimo. La primera mujer de Michael se encontró con esa verdad mortal en Sicilia.
Pero toda esta crudeza, esta maldad en estado químicamente puro, no está reñida con la sutileza, el paso lateral o incluso el paso atrás por razones tácticas, el empleo de métodos prudentes a la espera de la ocasión de hacerse fuerte. "Mantén cerca de tu amigos, pero más cerca de tus enemigos" es una de las muchas frases inolvidables del guión de El Padrino. Y expresa adecuadamente esa dimensión progresiva, cuidadosa, secuencial que es la búsqueda del poder absoluto. Al enemigo se lo ataca cuando se lo puede vencer. Los Corleone no dan el asalto definitivo contra sus enemigos reunidos en Las Vegas hasta el momento en que están convencidos de que tienen la fuerza para ello. Antes, los golpes han sido puntuales, espaciados, coincidentes con negociaciones y engaños tácticos, ajustes de cuentas parciales. ¿No es Hugo Chávez, que no ha podido todavía hacer de Venezuela una segunda Cuba, el perfecto ejemplo de que el salto definitivo al poder absoluto se da cuando se puede y no cuando se quiere?
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