Argentina: Fútbol para todos, libros para muchos menos
No soy de los que creen que deban imputársele al gobierno nacional todas nuestras pesadillas. Hace mucho me enseñaron que el mundo no se divide entre buenos y malos, y que todo suele ser cuestión de matices, reflexión, contexto y perspectiva. Por ejemplo: el Gobierno no es el responsable del estado lamentable en que está el fútbol argentino, de esos partidos que a cualquier espectador más o menos delicado pueden provocarle un infarto de retina. Lo es, si se quiere, de haberle arrebatado violentamente un negocio a un ex socio político para dárselo a otro, y de aprovechar las tandas de las emisiones para hacer propaganda política al estilo de los gobiernos totalitarios del siglo XX.
Algo parecido sucede con la sustitución de importaciones, política que practican casi todas las potencias económicas del mundo. ¿Quién podría estar en contra de que se defienda la industria nacional? Pero hay ideas que, llevadas a la práctica de forma intempestiva, pervierten sus fines y afectan a todos. Desde abril de 2011 y hasta el mes que viene la ciudad de Buenos Aires fue seleccionada por la Unesco como Capital Mundial del Libro . Paradoja: desde mayo del 2011, cuando comenzó la puja entre el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y la Federación Gráfica por un lado, y la Cámara Argentina de Publicaciones por el otro, en Buenos Aires los libros disponibles son cada vez menos, y ostensiblemente más caros.
Desde la semana pasada, además, la Capital Mundial del Libro 2011 tendrá aún menos libros: con la puesta en vigor de la resolución 453/2010, hecha a pedido de Moreno y a medida de la industria gráfica nacional, todo artículo impreso (libros, pero también revistas, folletos, tarjetas personales) que ingrese al país deberá pasar por un minucioso análisis tendiente a eliminar "los peligros derivados del uso de tintas con altos contenidos de plomo". Una traba a la importación disfrazada de pirueta filantrópica . ¿Usted había comprado alguna novela en lengua inglesa o alemana en Amazon, se había hecho mandar por avión desde España un paquete con ese título que venía buscando hace meses, había pagado la suscripción a una revista científica estadounidense? Vaya perdiendo toda esperanza, porque lo más probable es que ese paquete no llegue jamás a sus manos (yo compré en noviembre pasado algunos libros, discos y películas jamás editados en la Argentina, y nunca llegaron; reclamé y Amazon los envió de nuevo hace un mes y medio, pero tampoco. Alguien los estará disfrutando en la aduana, o en Ezeiza. ¿Cómo será ese limbo de objetos secuestrados, extraviados, expropiados? Debe ser un espacio físico digno de verse).
¿Cómo empezó todo? Cuando a mediados del año pasado Moreno se hizo eco de un reclamo de la industria gráfica nacional, que afirmaba que el 80 por ciento de los libros vendidos en el país en el 2010 se habían importado. Después vino la retención de millones de libros en containers en la aduana. Después, la obediencia, por temor, de las grandes editoriales, y la desesperación de las medianas y pequeñas. Los efectos comienzan a sentirse ahora, volviendo a situaciones que parecían enterradas en el pasado: ya hay faltantes de libros de fotografía, académicos, guías de viajes, y sobre todo libros de texto de escuelas primarias y libros infantiles, objetos que se producen en el exterior (China, Uruguay, Chile) o se importan, ya que no existe la tecnología adecuada para fabricarlos en la Argentina. Hay madres que este mes, con el comienzo de las clases, pugnaron en una especie de mercado negro de libros de textos primarios, o recurrieron a las fotocopias. ¿Y qué harán los lectores frecuentes, esos que compran libros importados todos los meses, acostumbrados a frecuentar autores extranjeros que, por decisiones editoriales, jamás serán impresos en la Argentina?
El enorme volumen de libros que antes se importaba debería estar produciéndose ahora en el país. Como eso es imposible, ya que la capacidad instalada no puede multiplicarse en tan poco tiempo, las imprentas nacionales están dando prioridad a los pedidos que resultan más convenientes para sus finanzas (los títulos de los grandes sellos, de capitales transnacionales, que son los únicos que se imprimen de a decenas de miles de ejemplares). Así, una medida que busca proteger a la industria nacional favorece en los hechos a las multinacionales de la industria editorial y ahoga a las medianas y pequeñas empresas, que imprimen menos cantidad pero suelen editar los libros más interesantes, innovadores y arriesgados del mercado.
Así se llega a la situación actual, donde si nada cambia se reducirá cada vez más la diversidad de la oferta: en poco tiempo habrá menos títulos, de peor calidad y más caros. Será el resultado de un negocio en el que las empresas y la industria gráfica sólo piensan en sus beneficios, y el Gobierno, obsesionado por la balanza comercial, actúa de manera impulsiva y paranoica. En el medio, de rehenes y como siempre, seguirán estando los lectores..
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