Los porqués de la crisis de España
No pasa un día sin que lleguen de España noticias terroríficas. Cuando no es el aumento del paro (la cifra de desempleados superará este año los 5,5 millones de personas y la mitad de los jóvenes están desocupados), es la incapacidad para colocar bonos porque los mercados no confían en quien los vende (esta semana, el gobierno sólo pudo conseguir prestados 2,6 mil millones de euros de los 3,5 mil millones que pretendía). Cuando no es el déficit presupuestario (que supera el 8,5 por ciento del PBI y casi con seguridad no caerá a los niveles que exige Europa este año), es la revisión a la baja de la tasa de crecimiento de la economía (que será alrededor de cero por ciento este 2012). Y por supuesto, cuando no son los indignados enardecidos ocupando plazas, son los sindicatos convocando huelgas generales en medio de una feroz lucha política contra un gobierno que recién se estrena y ensaya reformas duras para revertir la herencia. Y así sucesivamente.
¿Por qué todo esto? Estas son, a mi modo de ver, las 10 claves de la hecatombe incesante que vive España.
Aunque la incidencia internacional en lo sucedido en España es obvia y enorme, hay que empezar por entender que el "ladrillo", es decir la construcción, representaba a principios de la crisis mundial, hace poco más de cuatro años, un 18 por ciento de la actividad económica en España y empleaba a cerca de uno de cada seis españoles. Esto, sin contar todos los otros sectores a los que el "ladrillo" arrastraba, lo que probablemente significaba que la mitad de la economía estaba atada a la construcción de una u otra forma.
Gran responsabilidad en este estado de cosas hay que achacársela al euro, es decir, la unión monetaria que España se sintió tan orgullosa de haber integrado desde su inicio. A partir de 1999, la unión monetaria significó que países europeos de menor desarrollo que Alemania, como España, pasaran a tener una moneda y unos intereses "alemanes". El resultado fue la riqueza fácil y superficial: endeudarse y comprar más de la cuenta sencillamente porque se podía. En ningún sector se concentró este frenesí crediticio y especulativo tanto como en la vivienda. Desde 2001, España pasó a ser el país europeo con más vivienda en propiedad. Los españoles se sentían a la cabeza del Viejo Continente. Los bancos prestaban sin importar qué y a quién se lo prestaban, los constructores se endeudaban para construir más de lo necesario y los empleados soñaban con que el aumento de la vivienda compensaría sus deudas cuantiosas y se harían ricos en base al "ladrillo".
Al momento de estallar la crisis hipotecaria en Estados Unidos, en 2007, España no tenía un grave problema de gasto público y deuda estatal todavía. Las cuentas del Estado registraban más bien un superávit de dos por ciento y la deuda pública ascendía a un 36 por ciento del PIB. Esto es importante entenderlo porque se tiende a pensar, en vista de que ahora sí hay un serio déficit fiscal y una deuda que representa 70 por ciento y podría alcanzar 80 po ciento del PIB este año, que la nuez del problema estuvo en las cuentas del Estado. No: la nuez estuvo en las tasas de interés que actuaron como una droga en el sistema, en la irresponsabilidad bancaria que apostó a una burbuja del "ladrillo" y la no menos grave irresponsabilidad de ciudadanos que en lugar de ahorrar e invertir con prudencia, se endeudaron demasiado.
Dicho lo anterior, que no hubiera un problema grave en las cuentas del Estado en aquel momento no significa que no hubiese en España un problema grave derivado del modelo de Estado y sociedad. Lo había y su existencia es el gran responsable del agravamiento y perpetuación de la crisis una vez que el estallido de la burbuja en Estados Unidos repercutió en España. Había un Estado del Bienestar que costaba demasiado y desincentivaba el esfuerzo, leyes laborales que hacían muy oneroso contratar mano de obra, un sistema autonómico que daba a los gobiernos autónomos (regionales) facilidades para gastar y endeudarse todo lo que quisieran y una clase dirigente marcada por el paradigma del dinero fácil, del desacoplamiento entre el esfuerzo y el éxito y de la desconexión entre el ahorro y la inversión, las conductas culturales que habían caracterizado al país en años recientes. El auge había disimulado todo esto. Las cuentas del Estado, aparentemente sólidas, eran parte del espejismo.
Al estallar la crisis, España se desacelera, hasta que finalmente entra en recesión, en el segundo trimestre de 2008. Se produce una caída de 30 por ciento de la inversión en equipos, por ejemplo, y de 20 por ciento en las importaciones. O sea: caen el consumo y la inversión como por un tubo, inicialmente más lo segundo que lo primero. En poco tiempo, colapsan unas 150 mil empresas, el "ladrillo" se parte, el paro se dispara y el sistema financiero se encuentra súbitamente atosigado por créditos que no se pagarán y activos a todas luces sobrevaluados en sus balances. La recesión de 2008-2009 es mucho más dura de la que había sufrido España a principios de los años 90 y a mediados de los años 70. Para toda una generación de españoles que se creían ricos es un descubrimiento moralmente devastador.
Allí, en ese preciso instante, es cuando el problema se agrava hondamente por la actitud del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que niega la crisis en una primera instancia. Luego, cuando las cosas se salen de control de forma irreversible, el Ejecutivo español trata de resolverlas huyendo hacia adelante: mediante el aumento del gasto y el endeudamiento público, lo que perpetúa de forma indefinida la hecatombe. En 2009, por obra de esa política y de la recesión, ya hay un déficit público de 11 por ciento (frente al superávit de dos por ciento que se registraba apenas dos años antes); la deuda aumenta exponencialmente, superando el 54 por ciento del PIB y con tendencia a seguir ceciendo. Lo que era una crisis de la economía "privada" hasta entonces, pasa violentamente a ser una crisis "pública": el déficit y la deuda de los ciudadanos pasa a ser también el de un gobierno que recauda mucho menos y que gasta y se endeuda mucho más. A pesar de todo lo que ocurre -y como para hacerse una idea de lo absurda de la situación-, los salarios, en lugar de contraerse, suben un cinco por ciento al año en medio de la recesión, asfixiando aún más a las empresas y al Estado.
El estímulo que le da Rodríguez Zapatero a la economía española hace -como suele ocurrir con este tipo de políticas expansivas- que haya un repunte momentáneo y leve en 2010. Pero el repunte tenía pies de barro. ¿Cómo podía financiarse ese estímulo, en un contexto en el que los ingresos fiscales extraordinarios que había generado la burbuja inmobiliaria habían desaparecido y las empresas y las familias estaban en estado anémico? En la segunda mitad de 2011, pues, regresó la recesión sin misericordia. Ya para entonces, Europa le había saltado al cuello a España y el gobierno socialista trataba de enmendar lo que había sido su política expansiva hasta entonces. Por tanto, llevaba unos meses ajustándose el cinturón. El contexto tendía a agravarse, mientras tanto. La construcción, que a comienzos de la crisis representaba casi la quinta parte del PIB, representaba ahora siete por ciento.
Rodríguez Zapatero se ajustaba el cinturón, sin embargo, bastante menos de lo que exigía la crisis. Europa perdió la fe en España cuando quedó claro que los objetivos fijados por el gobierno socialista no se iban a cumplir. La Administración española habló de reducir el déficit al seis por ciento en 2011, pero el déficit resultó ese año superior al ocho por ciento, mientras que la deuda, en lugar de caer como proporción del tamaño de la economía, se disparó a 70 por ciento. Por ello, se produjeron varios episodios humillantes, en los que la prima de riesgo (o sea, los intereses que cobran los mercados a España por encima del bono alemán) subió en espiral y en los que algunas subastas de bonos no alcanzaron compradores suficientes.
En noviembre de 2011, Mariano Rajoy y el Partido Popular ganan las elecciones, con mayoría absoluta, en un país hastiado de la crisis y dispuesto a darle la bienvenida a la derecha, a sabiendas de que se venían ajustes draconianos. El nuevo gobierno asume en diciembre y de inmediato empieza una serie de reformas impopulares, que van desde aumentar los impuestos bajo presión europea para reducir el déficit, hasta cambiar la legislación laboral para facilitar el despido y por tanto, la contratación de personas, pasando por una fuerte presión a los gobiernos autonómicos para reducir sus déficits. Para hacerse una idea de cómo las autonomías (regiones) agravan el problema de las cuentas públicas, basta tener en cuenta que, el año pasado, la Comunidad de Madrid fue el único gobierno regional cuyo déficit resultó inferior al 1,3 por ciento pactado con el gobierno un año antes. Muchos otros gobiernos autonómicos tuvieron déficits de entre cuatro y siete por ciento. El hecho de que el déficit general del Estado español fuera 8,5 por ciento en lugar del seis por ciento prometido, encendió las alarmas europeas y Bruselas presionó a Rajoy, ya montado en el caballo del gobierno, para hacer más. El resultado son los presupuestos generales del Estado que acaba de presentar el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, y que representan un ajuste descomunal, entre recortes e impuestos, de 27 mil millones de euros. A pesar de ello, los mercados y Europa siguen escépticos. De allí que la subasta de bonos soberanos de esta semana a que me referí al principio, no haya tenido compradores suficientes.
El más grave desafío, ahora, es político. Está claro ya que Mariano Rajoy tiene agallas y que está dispuesto a hacer reformas impopulares. Si pudiera actuar sin excesivas cortapisas, lo más probable es que la recuperación tardaría dos o tres años como mínimo. Pero el escenario de hace unos meses, es decir, el que le dio la mayoría absoluta, ya no existe. Aunque tiene un capital político todavía y goza de mayoría en el Congreso, el escenario social se está agitando. El Partido Socialista, ahora liderado por Alfredo Pérez Rubalcaba, y los sindicatos UGT y Comisiones Obreras están decididos a aprovechar el descontento por las medidas de fuerza, para socavar al gobierno. La reciente huelga general, que fue seguida a medias por la población, y el hecho de que el Partido Popular no lograra en las elecciones autonómicas de Andalucía, en marzo, la mayoría absoluta que meses antes vaticinaban los sondeos indican que la luna de miel ha terminado. Desde Europa, mientras tanto, no se da tregua a Rajoy. Hace pocos días -en una declaración que provocó escándalo y tuvo que rectificar- Mario Monti, el primer ministro italiano, dijo que "España está dando motivos de gran preocupación a Europa". Cuando un primer ministro italiano que gobierna una crisis de espanto se da el lujo de decir esto sobre un vecino, quiere decir que la imagen de España, independientemente de los esfuerzos de Rajoy, está por los suelos en el vecindario. Menuda tarea la que tiene el gobierno por delante.
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