El gesto y el lenguaje
SALAMANCA. Renegó de su libro diciendo que había sido “Un juego del espíritu resuelto por dinero en tres semanas” sin darse cuenta todavía que pronto iba a convertirse en el más conocido de toda su trayectoria literaria, al tiempo que una obra imprescindible para explicar mucho de la segunda mitad del siglo XX.
Hace exactamente cincuenta años, el escritor británico Anthony Burges (1917-1993) daba a conocer “La naranja mecánica” (1962), escrito en un lenguaje inventado por él, el “nasdat”, lleno de palabras que sintetizaban el “slang” londinense y el ruso. Eran entonces los difíciles tiempos de la Guerra Fría, la crisis de los misiles con Cuba, es decir, con la Unión Soviética, que puso al mundo al límite de la guerra atómica. Burges pensaba que todos terminaríamos hablando una síntesis de esos dos mundos enfrentados.
Muy pronto “La naranja mecánica” fue comparada con “1984” de George Orwell en la que se expone no una utopía, que supone una visión optimista de un proyecto irrealizable, sino una distopía en la que la sociedad exterioriza su propio descalabro. Lo que al comienzo es una dificultad por la necesidad de recurrir constantemente al vocabulario que se incluye al final del libro, pronto se transforma en una historia envolvente, estremecedora y el lector se enfrenta al pánico. Pánico ante las costumbres de los jóvenes de una pandilla que deambula por Londres sembrando violencia; pánico, más tarde, por los métodos que la sociedad “civilizada” utiliza para recuperar a jóvenes marginales.
“La naranja mecánica” es la historia de Álex, quien siente un placer morboso, enfermizo, en la violencia, que termina en la cárcel por la violación y muerte de una profesora de yoga. Amante de la música clásica, especialmente de Beethoven y su Novena Sinfonía, es víctima de un experimento para suprimir en él sus rasgos violentos. Crean en él un reflejo condicionado a la inversa: primero se produce el efecto (le provocan unas náuseas terribles con medicamentos) y luego el estímulo (imágenes de sexo y violencia). En el momento preciso, funcionará en el orden debido: estímulo (sexo y violencia) y efecto (náuseas incontrolables).
En medio de la perversidad del método, los médicos de la cárcel que desean obtener así réditos políticos, no dudan en recurrir a la música de Beethoven, anulando en él posiblemente su único rasgo de nobleza.
Algo similar es lo que se proponen algunos hacer actualmente con el lenguaje: considerado el habla como efecto de un estímulo sexista, se pretende convertir el habla en un estímulo que provoque un efecto no sexista. Esta es la perversidad de todo sistema o intento de querer gobernar la conducta humana desde un ministerio de la verdad como sucede en “1984”.
Nueve años después de aparecido el libro que provocó las críticas y protestas más airadas que se recuerden contra una obra literaria, posiblemente desde el Marqués de Sade (el “Divino Marqués”, según sus admiradores), el realizador Stanley Kubrick resolvió llevar el relato a la pantalla. A partir de entonces, Álex tuvo no solo un lenguaje sino también un rostro, el de Malcolm McDowell. Y una música, el “Himno a la Alegría” de la Novena Sinfonía de Beethoven.
De la misma manera que el libro, la película despertó las iras de los censores que se tiraron como perros rabiosos sobre el calcañar del autor, del realizador, del actor. En Paraguay tuvimos que esperar casi diez años para poder verla en una sala de cine. ¿Cómo y por qué? Solo el distribuidor de la película conoce las historias que se movieron atrás de la exhibición.
Contrariamente a lo que sucede muchas veces, tanto el libro como la película, a cincuenta años de distancia siguen manteniendo su amenazante vigencia, ese rasgo inquietante, estremecedor; quizá hoy mucho más que entonces. Los Álex están por todas partes y lo que es peor, ni siquiera se emocionan con la música de Beethoven.
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