Otra manera de volar
La lectura y los recuerdos de infancia se parecen. En los dos casos, de forma indeleble, quedan fijados muchos fragmentos. Pero esos fragmentos contienen suficiente flexibilidad para adaptarse al presente. Al releer un texto conocido surgen diferencias con lo que nos garantizaba la memoria. Al evocar el pasado con otro testigo de la misma escena, cambian los colores. Son innumerables los libros que fatigué con ojos ávidos. Son fuertes los recuerdos.
Comencé a vincularme con la lectura en casa de una maestra, doña María. Vivíamos en Cruz del Eje, al noroeste de la provincia de Córdoba. En esa época recién se ingresaba a la escuela primaria con seis años de edad. No había jardín de infantes. Doña María enseñaba en su galería cubierta por un techo de cinc. Eramos varios estudiantes de diversas edades, y la mayoría recibía lecciones para superar sus dificultades en la escuela. Las primeras hojas de mi cuaderno mostraban una avergonzada torpeza. Las volvía a mirar para cerciorarme de mis progresos. Hasta que esa mujer de cabellos blancos me enseñó que cada sonido podía ser dibujado y luego identificado mediante un dibujo específico. Por eso a la "m" le decía "mmm", no "eme". Tanto me impresionó el descubrimiento que lo mostré a mis padres. Ellos sonrieron y pusieron delante de mí libros y periódicos que apoyaban esa revelación.
Eramos muy pobres, pero cuando ingresé a la biblioteca junto a mi madre, me pareció haber cambiado de mundo
Pero después me negaba a leer. Una impaciencia exagerada me hacía abandonar el esfuerzo. Mi madre era una persona a quien no la asustaba ningún esfuerzo, y menos si debía aplicarse para la conquista de la cultura. Una tarde dijo que me llevaría a la biblioteca pública. ¿La qué?? No entendí y fui arrastrado de la mano, por no decir de las orejas.
Eramos muy pobres, pero cuando ingresé a la biblioteca junto a mi madre, me pareció haber cambiado de mundo. Paredes tapizadas con enjoyados lomos de libros sobre los cuales se cerraban grandes ventanas de cristal. Pisos de mosaicos brillantes. Mesas de dos aguas para los diarios. Una enorme mesa horizontal cargada de revistas. Y el escritorio de la señorita Britos. Mamá me presentó, ella sonrió con ternura y me invitó a tomar asiento, mientras me entregaba revistas con ilustraciones infantiles. Su técnica fue simple. Me entusiasmó con las historietas y luego con breves aventuras, cada vez menos cortas, hasta que recalé en autores que no podía abandonar.
Entre los 16 y 14 años devoré casi todas las maravillas de ese santuario. Le debo más de lo que me atrevo a confesar.
La biblioteca se llamaba Jorge Newbery. Un amigo descubrió la razón de ese nombre: se trataba de una Biblioteca de alto vuelo -dijo-, por lo menos para vos.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
- 16 de junio, 2012
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