La peor de las pesadillas
Había apartado de mi memoria su imagen pero en realidad nunca lo olvidé. Treinta y tres años después de su desaparición en una popular calle del barrio de Soho, la policía de Nueva York vuelve a investigar el caso del niño Etan Patz. Un chiquillo de seis años que en 1979 se esfumó para siempre cuando una mañana se encaminaba al colegio.
La historia de Etan Patz tenía visos de aterrador cuento infantil. Un relato que habrían podido escribir los Hermanos Grimm para alertar a los padres y a sus hijos de los peligros que nos acechan más allá del calor del hogar. ¿Cuál era la aleccionadora moraleja de tan trágico hecho? Aquel día era la primera vez que la madre de Etan le permitía ir solo hasta la escuela del barrio. A fin de cuentas, podía divisarlo desde la ventana del edificio y decirle adiós con el gesto de la mano que se agitaba. Sin embargo, en algún punto del breve trecho el niño se extravió, y una sombra lo adentró en el bosque donde las criaturas inocentes se pierden si no hay migajas de pan que ayuden a desandar la senda.
Bien, Etan Patz ha sido uno más de los miles de niños que son secuestrados por sicópatas con intenciones innombrables. Pero fue su caso el primero que en Estados Unidos alcanzó proporciones de cruzada colectiva porque su rostro comenzó a aparecer en la leche envasada en cartón que se vende en los supermercados.
Nunca antes la policía había empleado este reclamo para llamar la atención de la ciudadanía. Y así fue como durante mucho tiempo aquel pequeño fue el desvelo de todos. Lo buscamos en las proximidades de la hermosa calle Prince. Vigilamos a los tipos de aspecto sospechoso. Pasar por la sección de productos lácteos era tropezarse de frente con su foto y comprender que en algún lugar sombrío a Etan le habían arrebatado su candor de la manera más cruel.
En aquella época yo vivía en Estados Unidos y la búsqueda de Etan Patz se convirtió en una obsesión nacional. Pasaban los meses y los años y continuábamos viéndolo en los pósters que empapelaban una de las zonas más chic de la ciudad. Después de Etan aparecieron más fotografías en los botes de leche de niños desaparecidos y la triste certeza de que siempre hay una víctima que está a punto de sucumbir frente al mal de un depredador.
Aún era joven y todavía no pensaba en la maternidad, pero se me quedó grabada la aprensión de perder de vista a un niño, aunque sólo sea por unos minutos. La terrible historia de Etan Patz y el sufrimiento de unos padres que nunca pudieron hacer duelo porque el chiquillo no dejó rastro, tenía el valor, como se dice en inglés, de a cautionary tale. Con el paso del tiempo, nunca les hablé a mis hijas de aquel traumático episodio. Tal vez por eso no entendían mi excesivo recelo cuando me pedían permiso para bajar a comprar chucherías a la tienda del barrio o simplemente dar una vuelta por los alrededores.
Hoy, tres décadas después, las autoridades han vuelto a inspeccionar un almacén del que siempre sospecharon que el secuestrador pudo haber llevado al niño antes de deshacerse de él. La policía busca huellas, trazos de sangre, jirones de ropa. El menor indicio que los lleve hasta el punto donde Etan le dijo adiós a su madre desde la calle. Un chaval feliz porque se sentía mayor en su primera incursión a solas en el mundo de los adultos.
La expresión sonriente de Etan Patz resurge de ese rincón donde permanecen latentes nuestras peores pesadillas. Esos laberintos de los que nos advierten los cuentos que en las noches les leemos a nuestros hijos. Enseñanzas a modo de amuletos para protegerlos en el accidentado camino de la vida.
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- 23 de julio, 2015
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