Los intelectuales y su opio
El Imparcial, Madrid
Desde hace tiempo procuro vanamente explicarme cuáles son las razones que mueven a intelectuales reconocidos, con credenciales académicas y presencia en medios universitarios, a apoyar incondicionalmente regímenes de gobierno que actúan con descarada impunidad, violando la Constitución, avasallando la Justicia y tolerando que en su propio seno campeen la corrupción y el tráfico de influencias.
Desde luego que es a todas luces legítimo que un intelectual defienda dondequiera medidas intervencionistas o aun la propiedad pública de los medios de producción, como también que alce su voz a favor de causas irredentas bajo el envoltorio de una filosofía de la historia. Sin embargo, que minimice o, como queda dicho, consienta sin más decisiones que ponen en riesgo las libertades personales me parece francamente incomprensible. El mero hecho de que brinde semejante respaldo a un gobierno, cualquiera fuera su signo, ya resulta sospechoso en un intelectual cuya vocación debería llevarlo siempre a interpelar o incluso molestar al poder, pero nunca a adularlo.
Puesto entonces en la búsqueda de una explicación convincente, releí en estos días la obra El opio de los intelectuales (1955), de Raymond Aron, donde se desnudan la doble moralidad de Sartre, Merleau-Ponty y otros pensadores que, indulgentes para con la realidad del stalinismo y los crímenes perpetrados en nombre de las “doctrinas correctas”, juzgaban con severidad las debilidades de las democracias occidentales. En esas páginas memorables, donde Aron nos describe cómo “el espíritu de la izquierda eterna perece cuando hasta la piedad tiene un sentido único”, encontré este párrafo particularmente ilustrativo: “Cuando se observan las actitudes de los intelectuales en política, la primera impresión es que se asemejan a las de los no intelectuales. La misma mezcla de saber a medias, prejuicios tradicionales, de preferencia más estética que razonada, se manifiesta en las opiniones de los profesores o escritores y en las de los comerciantes o industriales.”
Tal vez resida ahí parte de la explicación. Al fin de cuentas, los intelectuales son seres de carne y hueso, con pasiones, intereses, ideales y miserias. Por consiguiente, ¿por qué no habrían de encontrarse entre sus filas mentes dispuestas a legitimar a aquellos gobiernos que ofrecen oportunidades a quienes, duchos en el arte de la palabra, reúnen la doble condición de teóricos y propagandistas? Es una lástima, en cualquier caso, que estos intelectuales parezcan a veces menos dispuestos que el hombre corriente a descubrir cuáles son los límites del poder y, asimismo, de la paciencia ciudadana.
- 14 de septiembre, 2015
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