Nuestra cultura heredada no sabe nada de emociones
Recuerdo que nunca se me había hecho una pregunta similar en Gran Bretaña o Estados Unidos. Probablemente, sus niveles de sensibilidad y seguridad no necesitaban la confirmación de extranjeros. Pregunté e investigué durante algunos años hasta poder responder a la pregunta acerca de qué nos distinguía a nosotros de los anglosajones.
Al final di en la clave y, hasta prueba de lo contrario, tuve que admitir que en el mundo solo había dos grandes culturas: una de ellas era la anglosajona, cimentada en la defensa de la libertad individual y asentada en el principio inviolable, desde el siglo XVII, de que el rey y los ciudadanos eran iguales ante la ley común; la otra, incluida la española, pero también la soviética, china, india y las del resto del mundo, exceptuando a Gran Bretaña y Estados Unidos, solo se excitaba con las diferencias sociales o de clase. La injusticia social era el principio que la dinamizaba, mientras que en el caso anglosajón el móvil de la resistencia era la defensa de la libertad y los derechos individuales de los ciudadanos cada vez que el Estado intentaba avasallar sus derechos.
Tanto es así que la mayoría de las élites afincadas en la cultura de la justicia social no quieren ni oír hablar de derechos individuales, como la libertad de movimiento –siempre supeditada a lo que decida el Estado– o el derecho a la felicidad –que figura en la Constitución norteamericana–.
En países dominados por dictaduras durante siglos y marcadas por el imperio del dogma, como España, es difícil distinguir entre la persecución legítima de la justicia social y la rehabilitación de emociones, como la empatía, o de sentimientos, como la felicidad. Nuestra dolorosa Historia nos acostumbró a menospreciar las emociones, a supeditar el conocimiento generado en el inconsciente al todopoderoso y avasallador supuesto pensamiento racional. Solo la llamada «razón» contaba y jamás se admitió que la intuición, basada en las emociones y los sentimientos, fuera una fuente de conocimiento tan válida como la razón.
La cultura heredada no sabe nada o muy poco de emociones como la empatía. El reciente Congreso de la Felicidad ha cubierto un vacío escandaloso de la cultura española. Está muy bien rebelarse contra la injusticia social, pero de lo que peca este país es de un olvido escandaloso de la cultura y la defensa de los derechos individuales de los que forma parte la búsqueda de la felicidad. Una emoción como la empatía no deja de serlo poniéndose en el lugar de los que buscan la felicidad y no solo en el de los afectados por la crisis.
Ya es hora de que en la cultura heredada alguien defienda profundizar en el conocimiento de las emociones –¿alguien sabe algo sobre la soledad o el desprecio?– y, sobre todo, en su gestión. Para salir de la crisis económica, es fundamental analizar las causas de la crisis, pero no lo es menos conocer las dimensiones de la felicidad: ¿qué papel desempeñan las relaciones personales, la conciencia de controlar su propia situación, el conocimiento de las nuevas competencias necesarias para que los jóvenes encuentren trabajo o bien lo que de verdad nos conmueve? La gestión emocional no es menos importante que la gestión económica o política.
Los psicópatas se caracterizan por su incapacidad de ponerse no solo en el lugar del que sufre la crisis, sino también del que busca la felicidad; los sentimientos de los demás les son extraños. Al aprendizaje de esos sentimientos y emociones en las escuelas de primaria y secundaria y en las corporaciones donde todavía campan ejecutivos que siguen amargándoles la vida a los demás pienso dedicar el resto de mis días.
- 23 de enero, 2009
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