Argentina: Un ajuste nacional y popular
El panorama se presenta complicado. La situación fiscal sigue empeorando, tanto en el nivel federal como en las provincias. Básicamente, porque los ingresos crecen a un ritmo inferior al del gasto público.
Y los ingresos crecen a un ritmo inferior porque el control de importaciones y el control de cambios afectan la recaudación impositiva atada a las importaciones y a la actividad, mientras el gasto público, salvo en inversión, se mantiene vigoroso por la presión salarial, ligada a la elevada tasa de inflación.
Como los gobiernos nacional y los provinciales están “peleados” con el mercado financiero internacional, no se puede colocar deuda a tasas y montos razonables y, para colmo, hay que ir cancelando el capital que vence.
Como además el Gobierno no tiene un fondo anticíclico ahorrado, y se niega a cualquier tipo de “ajuste ortodoxo” del gasto corriente, todo desequilibrio fiscal se traduce en menos reservas de divisas en el Banco Central, en más emisión de pesos, en más deuda “forzosa” (con proveedores, con jubilados que cobran más que la mínima, etc.), o en alguna “expropiación” que agregue un poco de “caja” transitoria.
Como contrapartida, la “pesificación forzosa” –por la imposibilidad de acceder al mercado oficial de cambio para comprar dólares– aumenta los depósitos en pesos en el sistema financiero y la oferta de crédito a tasas bajas y negativas, aunque en plazos muy cortos, dado que el plazo promedio de los depósitos se achica, por la resistencia a pesificarse. Por el otro lado, la demanda de crédito para inversión se enfrenta con la restricción del control de importaciones (bienes de capital, insumos básicos) y el control de cambio (que desalienta el ingreso de capitales y el giro de utilidades). Y la demanda de crédito para consumo se encuentra relativamente saturada para los sectores más bancarizados que ya utilizaron su línea de crédito personal.
Pero la pesificación “por las malas” no alcanza para evitar la demanda de dólares en los mercados informales, afectando el precio de la divisa en dicho mercado. Así, se amplía la brecha entre el precio oficial y el precio informal del dólar, lo que pega sobre la determinación de los precios internos y la tasa de inflación.
Para evitar este efecto negativo, el Gobierno utiliza una mezcla de policía y “liberación de cupos”, para contener el precio del tipo de cambio en dicho mercado libre. Pero al hacerlo tiene que vender más reservas. La pérdida de reservas obliga a mayor presión sobre el control de las importaciones, y sobre las fechas de liquidación de las exportaciones. Y así se cierra el círculo: el control sobre las importaciones y exportaciones termina afectando el nivel de actividad y… vuelta al principio de esta nota.
Como aún el problema en el nivel de actividad no se ha traducido en menor empleo (aunque sí en suspensiones de personal en algunos sectores) y los salarios tienen cierto margen porque en los últimos años le han “ganado” a la inflación en el sector sindicalizado, el efecto simultáneo de menos actividad y más inflación, o inflación alta, todavía no se nota demasiado en el bolsillo del grueso de la población. En especial porque el Gobierno sigue gastando en salarios públicos y jubilaciones mínimas (indexadas), subsidios, etc., usando la maquinita de hacer plata.
Pero la oferta está fija, mientras la demanda está alimentada por el déficit fiscal; este proceso lejos de aliviarse se va, lentamente, agravando, generando más déficit fiscal, con más financiamiento inflacionario o a más expropiaciones.
En otras palabras, en lugar de un “ajuste ortodoxo” vivimos en medio de un “ajuste nacional y popular”… De heterodoxo tiene muy poco.
El ajuste nac & pop, resulta políticamente superior al ortodoxo, pero económicamente inferior. Resulta políticamente superior, porque afecta menos el consumo en el corto plazo, para beneplácito de quienes pueden hacer negocios en un coto de caza cerrado y/o ganándoles mercado a los que no aguantan. Pero resulta económicamente inferior, porque no soluciona los problemas de fondo y sólo posterga decisiones que –salvo un inesperado y nuevo golpe de suerte internacional– habrá, finalmente, que tomar.
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