Por qué los británicos aman a la monarquía
¿Por qué un país que se ha vuelto tan cínico acerca de otras instituciones -el parlamento, la City financiera, la prensa, la policía- permanece tan fiel a la monarquía?
A pesar de lo que les gustaría a los republicanos, menos del 20% de los súbditos británicos de la reina quieren deshacerse de la familia real, una proporción que no ha cambiado con el paso de las décadas.
De acuerdo a las encuestas de opinión de Ipsos Mori, el apoyo del público británico a la instauración de una república era del 18% en 1969 y 18% el año pasado, una proporción descrita por la encuestadora como "la tendencia más estable que hemos medido jamás".
Dados los enormes cambios sociales que han habido desde que la reina actual asumió hace 60 años, resulta sorprendente que un sistema de privilegios y poder hereditarios haya mantenido su popularidad.
Recientemente me he vuelto a familiarizar con el trabajo de dos figuras prominentes en el eterno debate entre monárquicos y republicanos, Thomas Paine y Walter Bagehot.
Sentido común vs excentricidad
En 1776, el panfleto de Paine "Sentido Común" empezó a ser divulgado entre la población de las colonias del Nuevo Mundo, un manifiesto para la independencia estadounidense y el republicanismo.
"Hay algo extremadamente ridículo en la composición de la monarquía", declaró Paine. "Una de las pruebas naturales más fuertes de cuán absurdo es el derecho hereditario de los reyes es que la naturaleza no lo acepta, de otra manera no lo ridiculizaría tan a menudo dándole a la humanidad un burro por un león".
Paine contrastó el sentido común del título de su panfleto con el absurdo y la superstición que inspiró el "prejuicio de los ingleses" por la monarquía, que es producto "tanto o más del orgullo nacional que de la razón".
Hasta el día de hoy, los republicanos británicos se refieren al "Sentido común" de Paine casi como un texto sagrado. Pero los monárquicos tienen su propio texto sagrado, escrito casi exactamente un siglo después: la "Constitución Inglesa" de Walter Bagehot.
Bagehot no trató de justificar a la monarquía diciendo que era racional (de hecho, aceptó muchas de las críticas de Paine), pero su argumento era que una "sociedad tan antigua y complicada" como Inglaterra requería más que una lógica mundana.
"La reverencia mística, la lealtad religiosa, que son esenciales para una monarquía verdadera, son sentimientos imaginativos que ninguna legislatura puede fabricar en ninguna sociedad", escribió.
El teatro de la sociedad
Bagehot había identificado una característica nacional en desarrollo. A medida que el poder colonial y la riqueza del imperio se redujo, crecía el deseo de definir la grandeza como algo que iba más allá de la fortuna y el territorio. El Reino Unido quería creer que era intrínsecamente especial.
Bagehot entendió que los británicos no son tan racionales.
"La gente respeta lo que podríamos llamar el espectáculo teatral de la sociedad", escribió. "El clímax de la obra es la reina".
Pero volvamos a 1952, cuando se hicieron los planes para la coronación de la nueva reina, Isabel II. A pesar de la austeridad de la posguerra, se decidió que la ocasión debía ser una fabulosa aventura extravagante, con toda la pompa y ceremonia posible. Hubo plumas y pieles, oro y joyas, himnos y trompetas.
Dos sociólogos, Michael Young y Ed Shils, hicieron un estudio y concluyeron que, a pesar de que hubo quieres opinaron que todo era un desperdicio de dinero, "la Coronación le dio a prácticamente toda la sociedad un contacto con lo sagrado tan intenso que creemos que se justifica considerarla como un gran acto de comunión nacional".
El Reino Unido -maltratado, golpeado y roto- parecía decidido a acoger a su monarquía y olvidar el costo. La paradoja es que la austeridad estaba a gusto con la ostentación; el reto institucional generó una pasión por la autoridad hereditaria.
Peculiares
Sesenta años más tarde, las ansiedades son similares a las de entonces y la austeridad, aunque por razones distintas, es nuevamente una realidad cotidiana.
Y sesenta años después, a pesar del frío y la lluvia del verano inglés, miles han estado en las calles celebrando el Jubileo de Diamante.
Los británicos siempre han preferido las peculiaridades de su historia que el racionalismo extranjero. Los romanos les trajeron caminos rectos y el sistema decimal. Tan pronto como se fueron, se retomaron las imposiblemente complicadas medidas imperiales y los sinuosos caminos rurales.
Los normandos encargaron el libro de Domesday para tratar de imponer el orden en el caos burocrático, pero tuvieron que ceder a cada paso. Fue así como terminaron con lugares con nombres impronunciables como Worcestershire.
A los británicos no les gustan las líneas rectas y Walter Bagehot entendió que su identidad se encuentra en los giros y vueltas de un sendero rural, no en el pragmatismo de una carretera.
Lo mismo ocurre con el sistema de gobierno. La lógica no es el factor más importante. Están encantados de aceptar la excentricidad y la extravagancia, ya que reflejan una parte importante del carácter nacional.
Así pues, al tratar de explicar el éxito de la monarquía, no debemos esperar una respuesta que se base en la razón.
No es un cálculo de pérdidas y ganancias: ¿cuánto cuesta el Reina comparado con lo que trae para el turismo?
No es cuestión de actitudes políticas: ¿cómo puede una democracia liberal justificar el poder y privilegio basado en el accidente del nacimiento?
La monarquía británica es valorada porque es la monarquía británica. Se trata de una sociedad antigua y complicada que respeta el espectáculo teatral de la sociedad.
- 23 de enero, 2009
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