Elecciones mexicanas y demoscopia: poco margen para la sorpresa
MADRID.- El pasado miércoles 27 de junio fue el último día de la campaña electoral en las elecciones presidenciales mexicanas. Desde entonces los candidatos y sus partidos están llamados a silencio. Tampoco se pueden dar a conocer los resultados de nuevas encuestas. Como se ve, en México el período de veda es mucho más extenso que en otros países. Uno más de los excesos nacionales vinculados a las elecciones. El país cuenta con uno de los períodos de transición más prolongados del mundo: el 1 de julio se eligen a las autoridades federales, aunque hasta el 1 de diciembre no asume el nuevo gobierno.
En los medios especializados, las elecciones mexicanas también son famosas por la profesionalidad con que el IFE (Instituto Federal Electoral) las organiza y las celebra. Su creación fue determinante en el proceso que llevó la alternancia a México, al desactivar buena parte de las denuncias de fraude que rodeaban los comicios durante los largos años de dominio priísta. Los numerosos candados, en todos los pasos del proceso (instalación de casillas, documentos con fotografía, autoridades electorales, escrutinio, etc.), buscaban acabar con el fraude o, cuanto menos, hacerlo materialmente imposible.
Pese a ello y al prestigio del IFE, Andrés Manuel López Obrador, el derrotado candidato del PRD (Partido de la Revolución Democrática), tras conocer el resultado de las elecciones de 2006 puso todo el sistema patas arriba. Para ello se benefició de la exigua diferencia que lo separaba de Felipe Calderón, menos de medio punto, y adoptó el papel de víctima. Su clamor por la ilegitimidad del comicio acampó, junto a sus huestes y durante meses, en los titulares de la prensa nacional y extranjera.
Seis años después son muchos los que en México y fuera del país se preguntan si en caso de ser otra vez derrotado López Obrador repetirá la maniobra y volverá a denunciar por fraudulento el resultado electoral. Las preguntas no surgen de la nada sino del propio discurso del candidato que pareciera estar construyendo su coartada argumental en el supuesto caso de un nuevo fracaso.
El pasado miércoles 27 de junio fue el último día de la campaña electoral en las elecciones presidenciales mexicanas. Desde entonces los candidatos y sus partidos están llamados a silencio.
Todas las encuestas públicas, incluyendo las de los medios más cercanos al perredista, dan triunfador al candidato del PRI, Enrique Peña Nieto. Pero López Obrador insiste en que “sus” encuestas, que sólo él ha visto, lo sitúan al frente de la carrera electoral. En base a esos datos, por ejemplo, en la masiva manifestación del miércoles en el Zócalo, en su cierre de campaña, no se cansó de insistir en que iba a ganar. Pareciera que para López Obrador la contienda es sólo justa si él gana. En ese caso sí que se respetan las reglas de juego. Pero si sucede lo contrario, si es derrotado, entonces las cosas cambian.
En las semanas previas a la elección, dos temas acapararon la atención de periodistas y analistas, y los dos impulsados por López Obrador y su entorno. El primero, la escasa fiabilidad de las encuestas, presentadas como herramientas de campaña y publicidad, y, el segundo la posibilidad de un fraude masivo. No seré yo quien defienda la precisión de los estudios demoscópicos, que acumulan una serie de errores garrafales en casi toda América Latina. Sin embargo, la diferencia que separa al candidato mejor situado, Peña Nieto, del segundo, López Obrador, es prácticamente en todos los casos superior a 10 puntos. Algunas encuestas colocan por delante a la panista Josefina Vázquez Mota, o hablan de un empate técnico entre ella y López Obrador.
Respecto al fraude volvieron a emerger las denuncias de compra de votos, una práctica muy extendida y que pese al reclamo del PRD no es monopolio de ningún partido. López Obrador, para acrecentar su denuncia de manipulación de los sufragios, ha solicitado infructuosamente al IFE que se prohíba el acceso a las casillas con teléfonos móviles para evitar fotos indicando el sentido del voto, materialización de la operación de compra venta. Si bien, y muy especialmente en las zonas rurales, el caudillismo y el clientelismo siguen presentes, desde el mismo momento de la emisión del voto y hasta la proclamación del candidato vencedor el fraude es técnicamente imposible en México.
La pregunta que muchos se hacen es por qué el PRI está en condiciones de volver al poder, en caso de ganar las elecciones. Con independencia de las mayores o menores dotes intelectuales de su candidato, lo cierto es que estamos frente a un político experimentado, que supo imponerse, lo que no es poco, a una cantidad importante de jerifaltes (gobernadores y otros caudillos) del PRI y salir prácticamente indemne de una campaña electoral tan dilatada. En definitiva, si gana Peña Nieto será por la suma de sus propios aciertos y, mucho más importante, por los errores ajenos.
La desastrosa campaña de Vázquez Mota, que dedicó sus primeros meses más a atacar al candidato del PRI que al del PRD, permitió a López Obrador hacer olvidar muchos de sus pecados de 2006. De ese modo pudo rebajar el extendido sentimiento de rechazo que generaba en una parte del electorado y comenzar a recibir el voto útil. En México, todavía, el recuerdo de las largas décadas del gobierno del PRI sigue pesando y son muchos los que votan no en función de su alineamiento político o ideológico sino en función de su rechazo al “tricolor”.
Si las elecciones se hubieran celebrado un mes atrás la posibilidad de que el PRI hubiera obtenido la mayoría parlamentaria era bastante razonable. Hoy las cosas han cambiado y el final se presenta algo más incierto. Pero si la pregunta a formular al electorado mexicano no es a quien va a votar el domingo sino quién cree que va a ganar, el resultado está cantado. Pero las elecciones son mucho más complejas que eso y así lo podremos ver el próximo domingo.
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