De la caridad bien entendida
Una de las peores consecuencias de la crisis es el elevado número de personas con serios problemas económicos. Algunos no pueden satisfacer sus necesidades más básicas; no sólo no pueden hacer frente a los gastos corrientes, sino que incluso no pueden comer todos los días o vivir bajo un techo, propio o alquilado, todas las noches.
Los servicios sociales públicos se encuentran en una situación que ellos mismos juzgan como desesperada. Un estudio del Colegio Oficial de Trabajadores Sociales de Madrid asegura que en esta Comunidad se atienden todos los días alrededor de 5.000 peticiones de ayuda de personas y familias en situación límite. Pese a que aseguran que la Administración autonómica aporta las ayudas que ha prometido, las peticiones por Renta Mínima se han disparado. En algunos ayuntamientos, hay listas de espera de hasta dos meses. La situación es tan desesperada que, de seguir en esta línea, el 60% de los solicitantes no podrá obtener la ayuda requerida. El Colegio habla de recortes de servicios de entre el 25% y el 45% respecto a lo que no hace mucho se venía dotando y que sólo hay un trabajador social por cada 14.500 habitantes.
Las peticiones/conclusiones de este estudio son claras:
- Ampliación de las partidas presupuestarias dedicadas a ayudas económicas directas a las familias.
- Modificación del marco legislativo para poder reglamentar las ayudas económicas a familias con normativas adaptadas a los tiempos.
- Agilización de los procesos y plazos de gestión de dichas ayudas.
- Acceso de los inmigrantes irregulares a estas ayudas.
- Que las administraciones central, autonómica y local se comprometan al fortalecimiento de los servicios sociales.
- Ampliación del ratio de atención, hasta conseguir llegar a un trabajador social por cada 3.000 habitantes.
Si investigamos en otras Comunidades Autónomas y ayuntamientos, la situación no es mucho mejor. Los presupuestos son cada vez más cortos, las organizaciones sociales denuncian recortes y los trabajadores sociales se manifiestan pidiendo más. Desde su perspectiva, resulta aberrante que, precisamente ahora, que es cuando su labor es más necesaria, tengan más dificultades presupuestarias. ¿Tienen razón al denunciar esta situación? Desde mi particular punto de vista, no demasiada y tampoco deberían sorprenderse tanto.
Durante siglos, la caridad ha sido ejercida, sobre todo, por personas e instituciones privadas sin imponer ninguna obligación a los que, por la razón que fuera, no desearan ayudar a otras personas. Y al frente de esa labor, ha estado tradicionalmente la familia. A la familia se ha acudido cuando la desgracia o las malas decisiones han tenido nocivas consecuencias. Y ha sido la familia la que, por lo general, nos ha ayudado a pasar el mal trago. A continuación, tenemos a amigos y conocidos, y si por alguna razón no queremos que ni unos ni otros conozcan nuestra situación, hemos acudido a las instituciones de caridad. Por razones tradicionales, la caridad se ha identificado con la Iglesia, pero ha habido otras organizaciones financiadas y patrocinadas por empresas o personas adineradas que se han dedicado a ello. En todas ellas ha destacado una cosa: el carácter voluntario de los participantes, de los que buscan ayudas, de los que allí trabajan o aportan material o mercancía, y, desde luego, de los que financian todo lo que haya de ser financiado.
El Estado ha ido colonizando actividades que son propias de la sociedad civil, de los individuos que la conforman, y entre ellas, la caridad. Durante décadas, este término se ha ido reconvirtiendo en solidaridad, un sinónimo de justicia social que, a su vez, apunta al viejo clásico de la redistribución de la riqueza. Al Estado le cuesta permitir que haya otras instituciones que compitan con él, y poco a poco ha ido socavando la actividad de estas asociaciones tan necesarias, que se han reducido o se han reconvertido en organizaciones que, definiéndose a sí mismas como no gubernamentales, dependen del presupuesto público. Incluso las ideologías más progresistas han ridiculizado y atacado las simples relaciones familiares, quizá porque muchas veces han considerado a la Iglesia, el mayor defensor de la familia, como su principal enemigo. Paradójicamente, han favorecido la alienación de las personas que, reclamando justicia social y esperando que el Estado lo haga por ellos, no actúan si no es a su sombra.
Si la solidaridad ha sustituido a la caridad, si el Estado ha sustituido a la sociedad civil y el primero depende de los impuestos que obtiene de la segunda, no es de extrañar que, ahora que la crisis del Estado de Bienestar está en su apogeo, cuando los excesos de los políticos no tienen suficiente con lo que coactivamente nos arrebatan, las labores que algunos consideran más esenciales y, por tanto, deben tener un carácter estatal, se vean abocadas a recortes, incluso antes de la reducción del enorme aparato estatal y la corrupción que arrastra. Pero ésta no es la peor parte; lo peor es que el Estado ha atenuado el espíritu cooperativo de la gente, que sólo sabe ejercerlo bajo los parámetros de la moral pública.
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