Llamado a la concordia
El País, Madrid
Pronto comenzarán las vistas orales sobre el diferendo de fronteras marítimas entre Chile y Perú que se ventila ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Muchos hubiéramos preferido que esta discrepancia se resolviera mediante negociaciones bilaterales, en la discreción de las cancillerías, pero, como no fue posible el acuerdo, el litigio está donde la razón y el sentido común señalan que debe estar: ante una instancia jurídica internacional que ambos países reconocen y cuyo fallo los gobiernos peruano y chileno se han comprometido a acatar.
Con este motivo, el 25 de julio de este año se dio a conocer simultáneamente en Lima, Santiago y Madrid, un Llamado a la concordia que hemos firmado 15 chilenos y 15 peruanos, de distintas profesiones, vocaciones y posturas políticas, pero, todos, firmemente comprometidos con la cultura democrática. Ésta es una iniciativa de dos escritores, Jorge Edwards y yo mismo, que, 33, en junio de 1979, con motivo de cumplirse el centenario de la Guerra del Pacífico, encabezamos también una declaración de 10 chilenos y 10 peruanos proclamando nuestra voluntad de obrar para que nuestros dos países vivieran “siempre en paz y amistad”. Recordábamos en esa ocasión que los enemigos de Perú y Chile no eran nuestros vecinos, sino el subdesarrollo, y que la batalla contra el hambre, la ignorancia, la desocupación, la falta de democracia y libertad “solo podemos ganarla unidos, luchando solidariamente contra quienes pretenden enemistarnos y obstaculizar nuestro progreso”.
Cuando apareció aquel primer manifiesto Chile y Perú padecían dictaduras militares (presididas por el general Pinochet y el general Morales Bermúdez respectivamente) que censuraban la prensa, perseguían al disidente y cometían bárbaras violaciones contra los derechos humanos. Hoy, por fortuna, ambos países disfrutan de libertad y de legalidad, tienen gobiernos nacidos de elecciones libres que respetan el derecho de crítica y practican unas políticas de mercado, de respeto a la propiedad privada, a la libre competencia y de aliento a la inversión que han dado un gran impulso a su desarrollo económico. Aunque, desde luego, aún falta mucho por hacer y las desigualdades de ingresos y oportunidades siguen siendo muy grandes, la reducción de la pobreza, el crecimiento de las clases medias, el flujo de inversiones extranjeras, el control de la inflación y del gasto público, así como el fortalecimiento de las instituciones en ambas sociedades son notables, los más rápidos que registra su historia.
En este marco de progreso sostenido, los intercambios económicos entre Chile y Perú denotan también un dinamismo sin precedentes. Empresas chilenas operan en todo el Perú, han creado muchos miles de puestos de trabajo y, desde hace algunos años, varias compañías peruanas han empezado también a invertir y trabajar en Chile. El número de peruanos que, desde que comenzó el despegue económico chileno, emigraron al país vecino y han echado allí raíces se cuenta por decenas de millares.
Todo esto es bueno y beneficioso para ambos países, y debe ser alentado porque, además de contribuir al progreso material de Chile y Perú, irá desvaneciendo cada día más las susceptibilidades, resistencias, enconos y prejuicios que sectores nacionalistas tan exaltados como irresponsables se empeñan en mantener vivos y están atizando con motivo del diferendo limítrofe que se dirime en La Haya. Esas manifestaciones de patrioterismo barato con que ciertos órganos de prensa y grupos políticos extremistas tratan de sembrar la discordia entre ambos países no son desinteresadas. Su secreta intención es justificar el armamentismo, es decir, las vertiginosas inversiones que significa comprar en nuestros días esos juguetes mortíferos con que juegan los ejércitos, distrayendo recursos que deberían más bien volcarse en las áreas de salud, educación e infraestructura, indispensables para que el desarrollo económico no quede confinado en los niveles de altos y medios ingresos y llegue también donde más falta hace, los sectores desfavorecidos y marginales. Aunque es verdad que en los últimos años estos sectores se han encogido, siguen siendo todavía intolerablemente extensos. Y no hay desarrollo digno de ese nombre si una democracia no es capaz de crear, en el campo económico, igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos.
Esta es la razón de ser de nuestro Llamado a la concordia. Sea cual fuere el fallo de la Corte Internacional, debe servir para fijar definitivamente aquellas fronteras y cegar para siempre ese foco de periódicas discordias entre ambos países. Y, al mismo tiempo, mostrar al resto de América Latina la manera civilizada y pacífica en que se deben dirimir los conflictos limítrofes. Es preciso recordar, en este contexto, que las disputas de límites han sido, desde hace dos siglos, una de las fuentes más fecundas del subdesarrollo latinoamericano. Ellas han provocado guerras insensatas en las que siempre la mayoría de los cadáveres los ponían los más pobres y servido de pretexto para un armamentismo que, sin excepción alguna, permitió que espadones y políticos corruptos se llenaran los bolsillos con comisiones ilegales. Otra de sus consecuencias ha sido el elefantiásico crecimiento de las fuerzas militares y su protagonismo en la vida política, una de las razones por las que la cultura democrática ha sido hasta hace muy poco tiempo una planta exótica de tan difícil aclimatación en la mayor parte de los países latinoamericanos.
Pero, sin duda, la más nefasta herencia de estas rencillas en muchos casos artificialmente provocadas ha sido la implantación del nacionalismo, obtusa ideología que separa y enemista a los países. Ella es la explicación de que, aunque hablen la misma lengua, compartan una tradición, una historia y una problemática social, los países latinoamericanos no hayan sido capaces hasta ahora de unirse, como por ejemplo lo ha hecho Europa, en una gran confederación política, y ni siquiera de hacer funcionar de manera eficaz los tratados de libre comercio regionales que firman de tanto en tanto y que, todos, tarde o temprano, terminan empantanados o anulados por el espíritu de campanario con que se llevan a la práctica. Muchos de esos conflictos están sólo aletargados y todavía penden ahí, como siniestras amenazas que con cualquier pretexto pueden actualizarse y desencadenar guerras o golpes de Estado que desbaraten en días o semanas los logros económicos de muchos años.
Es verdad que, América Latina, con las excepciones de la dictadura cubana de los hermanos Castro —la más larga de su historia— y la semidictadura del comandante Chávez (que, si hay elecciones libres, podría terminar este octubre) ha ido dejando atrás el nefasto período de las dictaduras militares y optando por la democracia. Hoy, la inmensa mayoría de los países del continente tiene gobiernos civiles, elecciones, una prensa más o menos libre, y las instituciones comienzan a funcionar, pese a los altos índices de criminalidad, generalmente asociada al narcotráfico, a la corrupción y a las gigantescas diferencias de ingreso entre la cúpula y la base social. Pero, aun teniendo en cuenta estos factores negativos, hay un progreso inequívoco, sobre todo en el campo económico, gracias a unas políticas pragmáticas y de apertura que han ido reemplazando a las catastróficas de antaño, cuando el nacionalismo económico propugnaba cerrar las fronteras, estatizar “industrias estratégicas” y practicar el desarrollo hacia adentro. Sólo un puñadito de países, como Bolivia y Ecuador, se aferran aún a esos anacronismos, y así les va. Pero el resto está creciendo, y algunos países entre los que precisamente se encuentran Chile y Perú, a muy buen ritmo. Una prueba indiscutible de ello es lo poco que ha sufrido América Latina con la crisis financiera que sacude a Europa y a Estados Unidos. Ella todavía no afecta demasiado a una región que, hasta hace muy pocos años, contraía pulmonías cuando Estados Unidos y el resto del Occidente sólo se resfriaban.
Para que este progreso se perfeccione y acelere es indispensable que las viejas querellas de linderos que han mantenido distanciados o enemistados a los países latinoamericanos se eclipsen y estos imiten el buen ejemplo de Europa, acercándose cada vez más entre sí de manera que sus fronteras, gracias a los intercambios de toda índole que propician la cooperación y la amistad, se vayan eclipsando y permitiendo una unión duradera bajo el signo de la libertad.
© Mario Vargas Llosa, 2012.
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