España: El oro, a 94.000 euros
El deporte es posiblemente una de las pocas actividades humanas capaces de aglutinar las esperanzas y deseos de grandes colectivos y, al tiempo, permitir a los individuos comprender y superar sus límites físicos y psicológicos.
En España, pese a los enfrentamientos políticos, pese a los estereotipos que ligan los colores patrios con el régimen franquista y la derecha más conservadora, la bandera española ha acompañado a la selección española de fútbol en sus últimas y más importantes victorias: las Eurocopas de 2008 y 2012 y el Mundial de 2010. Innumerables banderas han adornado balcones y ventanas de muchos hogares españoles sin sonrojo ni tapujos, incluso en lugares donde los nacionalismos dominan el panorama político y social.
La expresión colectiva del deporte no ha pasado desapercibida a gobernantes y políticos, que más de una vez la han convertido en política de Estado, creando para su gestión y control ministerios, secretarías y grandes burocracias, regulando cómo y quién puede acceder a lo que se ha venido llamando el deporte de élite.
Para las grandes dictaduras como la nazi o las comunistas, ganar era y es una cuestión mucho más que relevante, era y es el objetivo de todo buen ario o comunista, era y es la manera de demostrar que su proyecto político y totalitario es superior a cualquier otro. No obstante, el deporte tampoco es una cuestión exclusivamente privada en las grandes democracias y, en mayor o menor medida, los deportistas pueden terminar controlados por sus gobiernos, representando a sus países, aunque de manera totalmente voluntaria, en las competiciones deportivas internacionales.
La gestión del deporte responde a dos modelos puros. Por una parte, surgen organizaciones privadas (clubes deportivos, grandes instituciones educativas, mecenas, etc.) que apoyan, financian y gestionan entrenamientos, pruebas y competiciones deportivas a las que acuden aficionados, que pagan por ver a sus equipos e ídolos, así como patrocinadores, que quieren mostrar a los espectadores sus marcas comerciales.
El otro modelo es esencialmente político. El Gobierno, a través de sus instituciones deportivas, elige a ciertas personas con características físicas que, a priori, destacarían sobre sus compañeros, o que ya lo están haciendo, y les financia su formación y entrenamientos. Es decir, elige una minoría que satisface sus deseos y objetivos (y quiero suponer que no les obligan en la mayoría de los casos) con dinero del contribuyente, utilizando además las instalaciones construidas para ello.
En la práctica, pocos sistemas son puros, sino una mezcla de ambos; en los países más libres, debería tenderse al primero, y en los menos, al segundo. En España, desde 1988, con el objetivo de hacer un buen papel en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 y en posteriores citas olímpicas, se adoptó un sistema mixto: el llamado Programa o Plan ADO. En él, Gobierno e instituciones públicas y privadas aportan dinero para la formación de deportistas, a la vez que gestionan la ayuda y eligen a quienes pueden obtenerla. Dadas las medallas ganadas antes y después de su implantación, (27, seis de ellas de oro, frente a 88, veintinueve de ellas de oro), este modelo es claramente exitoso. Sin embargo, pese al éxito objetivo del Programa, ¿estamos ante una medida moralmente aceptable?
Cuando en 2009, el entonces Secretario de Estado del Deporte, Jaime Lissavetzky, presentaba el Plan ADO que prepararía los Juegos Olímpicos de Londres 2012, anunció un presupuesto inicial de 51,3 millones de euros, de los cuales se pretendía que al menos 35,3 millones procedieran de patrocinadores, no todos privados, como RTVE, que ya había anunciado que reduciría su aportación de 7 a 3,5 millones. El Plan ADO de 2012 reparte casi 9 millones de euros, que se distribuyen de la siguiente manera: 5.397.000 euros se destinan a deportistas, repartidos en 263 becas, lo que representa un 54,73% del total, 1.245.000 van dirigidos a 69 entrenadores y otros 2.210.000 a planes especiales. Las becas se dividen en varias categorías y las cuantías van desde los 9.000 hasta los 60.000 euros. A Londres han acudido 279 deportistas y el Comité Olímpico Español ha anunciado que, para estos Juegos, se destinará un premio de 94.000 euros por cada medalla de oro, 48.000 por la plata y 30.000 por el bronce.
Puede que nos parezca poco dinero en términos relativos, si lo comparamos con las cifras que se mueven en la alta política o las que nos muestran los innumerables casos de corrupción. Puede que a muchos, la gran mayoría, les parezca incluso correcto que parte del dinero público se destine a apoyar a esos atletas que, con sus medallas, satisfacen sus propios objetivos y, cómo llamarlo, ¿el ego o el honor del aficionado? Cabría preguntarse si es éste el modelo deportivo que queremos.
El deporte, como casi todo en este país, depende en gran medida del Estado. Muchos equipos de fútbol, aun de primera división, tienen una fuerte relación con los ayuntamientos y las comunidades autónomas que les favorecen de mil maneras. Qué podemos decir cuando la disciplina no es el deporte rey y las instalaciones municipales, a través de convenios ventajosos, se ponen al servicio de clubes de baloncesto, balonmano, waterpolo, hockey sobre patines, voleibol, rugby, etc. Cabe preguntarse si esas competiciones serían viables si no recibieran dinero público y sólo se mantuvieran con el dinero del aficionado o del patrocinador. Incluso el fútbol, que tantas pasiones arrastra, cuenta ya con muchos equipos en quiebra técnica, aunque bien es cierto que las administraciones públicas han terminado fagocitando durante muchas décadas las iniciativas privadas que podrían haber dado pie a un modelo privado de competición. El modelo de las sociedades anónimas deportivas no ha servido para que el peso estatal disminuya, y eso da qué pensar.
De cualquier manera, cada vez que el ganador de una medalla de oro, plata, o bronce de éstos o de cualquier otros Juegos Olímpicos exhiba con orgullo su éxito, debería recordar que buena parte de él se ha pagado con los impuestos de ciudadanos que no tienen su suerte, que no han sido seleccionados por el Estado y cuyo trabajo posiblemente no sea digno de un oro, o de 94.000 euros, pero a quienes no les habrá gustado ser despojados de ese dinero para pagar un salto, una carrera o un tiro tan magníficos. En todo caso, deseo suerte a los atletas españoles en Londres, que para algo han recibido dinero público.
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