¿Una Constitución “emancipadora” para la Argentina?
El Imparcial, Madrid
En una nota de reciente publicación el analista político Carlos Pagni se refiere al “neoconstitucionalismo bolivariano” que estaría promoviendo, desde el denominado “Movimiento por una nueva constitución emancipadora”, una reforma radical de la Constitución argentina en el entendimiento de que ésta “fue pensada para el proyecto neoliberal de sumisión de la Nación [….] y de exclusión de millones de argentinos y argentinas”. En otras palabras, se trataría de iniciar una reforma desde una crítica “decolonial” que permita reflejar fehacientemente la voluntad popular aun a expensas de los principios plasmados en la parte programática de nuestra Constitución que sólo habrían servido, según este parecer, para salvaguardar los intereses de las élites dominantes.
Como otras veces he señalado desde estas columnas, la ideología que está detrás de estos intentos de reforma considera que el pueblo, como titular de la soberanía, no debería verse atado de manos por ninguna decisión, aun de corte constitucional, emanada de su voluntad. En efecto, si la facultad soberana por antonomasia es la constituyente, la ideología de marras presupone que esta facultad es absoluta, que está “suelta de” o, para decirlo más técnicamente, que es legibus solutus. Por consiguiente, sólo los ciudadanos, individualmente considerados, deberían someterse a la Constitución pero no el pueblo como cuerpo (personificado por el líder de turno) que tendría todo el derecho a cambiar la Constitución, completamente o en sus partes, porque, como escribía Rousseau, “no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo político, ni siquiera el contrato social”.
Desde una perspectiva democrático liberal se podrían esgrimir varios argumentos en contra de esta tesitura que, de prosperar, terminaría sometiendo a una sociedad a una total incertidumbre en la medida en que a cualquier generación venidera se le ocurriera despreciar soberanamente las normas que ha recibido de quienes la precedieron. Por lo demás, si bien es cierto que los muertos no deberían gobernar a los vivos, también lo es que estos últimos pueden gobernarse mejor si mantienen y respetan algunas normas esenciales generalmente previstas en las Constituciones. Aun el propio Rousseau lo entendió así cuando recomendó a los ginebrinos evitar las “innovaciones peligrosas que perdieron finalmente a los atenienses” y abstenerse “de proponer nuevas leyes según su fantasía”, por cuanto “es sobre todo la gran antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables”.
Nuestra presidenta, en una de sus diarias alocuciones por cadena nacional, acaba de hacer la siguiente confesión. “Hay gente (dijo) que está enferma de importancia. Siempre le pido a Dios que nunca me enferme de importancia”. Es de desear que Dios la ilumine del todo y que así como la preserva de considerare importante le haga ver en cambio la importancia que tiene la Constitución, que ella es la primera en no respetar, para evitar entre otras cosas que estas fantasías “emancipadoras” empiecen a materializarse.
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