La destrucción de las instituciones en Ecuador
Varias figuras que colaboraron decisivamente en darle el golpe de gracia
a lo que quedaba de institucionalidad en el país en 2007 suelen decir
que no había estado de derecho. Agregan que todos esos actos de fuerza
–especialmente la destitución violenta de la oposición en el Congreso y
del Tribunal Constitucional, ambos con la venia del poder Ejecutivo–
eran un mal necesario para “refundar la patria”. Pero hay que recordar
que cuando Rafael Correa llegó a la presidencia en enero de 2007, sí
había algo de institucionalidad, a pesar de las múltiples violaciones a
la Carta Política, la evidente corrupción de la clase política y la
politización de las instituciones de control.
Un elemento
esencial en un estado de derecho es la separación de poderes y no se
puede negar que existía, al menos en relación al Ejecutivo. El Congreso,
el Tribunal Supremo Electoral y el Tribunal Constitucional existían
como instituciones independientes del poder Ejecutivo o cuyo
sometimiento, cuando se daba, tenía que resultar de una negociación con
otros partidos.
Las instituciones existían, maltrechas y
politizadas, pero existían y fue una estrategia del proyecto de Correa
terminar de destruirlas. Roberto López, entonces asesor del candidato
Correa, dice: “La estrategia política era deslegitimar el Congreso y por
eso le sugerí a Correa no presentar candidatos para diputados”,
estrategia que tuvo muchos réditos puesto que ya una gran mayoría del
electorado ecuatoriano se había desencantado con una institución
esencial en una democracia: el Legislativo.
Otra muestra de que
algo de institucionalidad sobrevivía es que tanto el Congreso como el
Tribunal Constitucional intentaron hacer respetar los límites al poder
Ejecutivo presentes en la Constitución de 1998. No se trata de presentar
como ilustres a los sujetos en cuestión, simplemente de reconocer que
estaban –en este caso específico y por cualesquiera que hayan sido sus
motivos– exigiendo que se respetara el orden constitucional vigente. Las
turbas enardecidas agredieron físicamente a los diputados destituidos
inconstitucionalmente y a los vocales del Tribunal Constitucional,
impidiéndoles cumplir su deber. Que el presidente se haya rebelado
públicamente en contra de lo decidido por la máxima autoridad en una
república constitucional, tampoco ayudó.
Esa competencia entre
los distintos partidos políticos, aunque bien podría catalogarse como la
repartición del país entre los distintos capos de las mafias políticas,
sin duda era mejor que lo que tenemos hoy: instituciones politizadas
(igual que antes) aunque ahora sometidas todas a un solo amo. En cuanto
al organismo electoral, incluso una de las principales promotoras de la
“refundación” con “plenos poderes”, María Paula Romo, recientemente
declaró: “Hemos llegado a añorar al Tribunal Supremo Electoral (TSE)
anterior que era el ejemplo del reparto: los partidos controlándose a
ellos, los partidos controlando las elecciones, los partidos controlando
firmas. Siete partidos eran mejor que uno”.
Nada de esto trata
de justificar los abusos de poder que cometían los partidos bajo la
anterior Constitución. Simplemente es para ilustrar cómo fuimos de una
situación mala a una que es peor. Es importante reconocerlo porque
debemos aprender la lección de que no se construyen instituciones
concentrando todavía más el poder.
Si el problema era “el reparto
del país” entre los políticos, pues la respuesta era clara: había que
reducir el botín, mediante la reducción del tamaño y la envergadura del
Estado.
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