La prohibición de callar
La
lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. –Milan Kundera
Aunque
se amenace con rompernos la garganta, tenemos el deber de gritar que hay un
régimen inmundo. No ignoro los múltiples procedimientos que han sido inventados
para conducirnos, grosera o sutilmente, al silencio más vergonzoso. Porque
abstenerse de acusar a corruptos, torturadores, asesinos e ineptos es un hecho
que acaba con la dignidad. No existe miedo alguno que pueda ser útil para
justificar esa omisión. El ciudadano comprometido con la libertad no debe,
desde ninguna perspectiva, contemplar cómo una sociedad se vuelve inhabitable.
La democracia se fortalece cada vez que alguien levanta el tono de su voz.
Habiéndose reconocido este derecho, inherente a la esencia de los hombres,
corresponde que, sin importar las circunstancias, acometamos su ejercicio. Sólo
una dictadura puede irritarse frente a ese acto, cuya repetición es un síntoma
de salud.
Cuando
se tiene decencia, no es posible controlarse y evitar el lanzamiento de
insultos al gobernante que, hasta la extenuación, se ha esforzado en
amargarnos. No debemos mirar con indiferencia, así sea leve, a las autoridades
que, agrediéndonos sin remordimientos, quieren disfrutar de los favores del
mando. Estoy seguro de que incontables personas los adoran, procurando
solamente imitarlos. Pero conozco también a sujetos que, desde su profunda
intimidad, ansían la oportunidad de abofetearlos, apresarlos o, por lo menos,
enviarlos al infierno. Pienso en esos últimos humanos, aquéllos que no soportan
las arbitrariedades del Gobierno, cuando reivindico la prohibición de callar.
Todos tenemos que aceptar el desafío de influir en los asuntos públicos,
manifestándonos en cualquier ámbito. Ellos deben oír el estruendo causado por
los reclamos de individuos que decidieron resistirlos.
Tolerando
apenas la obligación de pagar impuestos, pues las cargas al individuo son
molestas, yo exijo que los recursos fiscales sean usados con eficiencia y
rigurosidad. No hay indulgencia que pueda ser utilizada en beneficio del
corrupto. Esto hace que aliente a quienes denuncian la inmoralidad burocrática.
Es verdad que el sistema judicial no funciona como uno quisiera. Son tantas las
injusticias cometidas por magistrados que, desde hace tiempo, la excepción es
confiar en su imparcialidad. No obstante, lo peor que puede suceder es quejarse
en soledad, presumiendo la ineficacia de nuestras sindicaciones. Contra esos
malhechores, seres que desean una vida de costoso mal gusto, debemos
pronunciarnos. Despreciemos el poder del grupo que medra por efecto de la
explotación ciudadana. Nada es eterno, ni siquiera su experimento cargado de
rencor, violencia e insensatez.
Por
más que los vínculos sociales se reduzcan en exceso, tampoco cabe callar ante
las estupideces del prójimo. Bajo el amparo de la cortesía, se permite que
muchas tonterías inunden este planeta. Prefiero una franqueza que, renuente a
consentir majaderías, sirva como arma de destrucción masiva. Impulsados por
buscar la verdad, debemos considerar fundamentales los debates. En este
sentido, si concluyo que un semejante es imbécil, conviene decírselo; tal vez
él me convenza de tener una opinión errada. De esta manera, tendremos una
sinceridad que puede estimular la inteligencia porque, cuando están
protagonizadas por criaturas pensantes, las discusiones son provechosas.
Advierto que, conforme a mi postura, no se admiten denuncias de difamación,
calumnia o injuria. Pasa que, cuando la idiotez es evidente, quien se atreve a
delatar al autor merece quedar impune.
El
autor es escritor, político y abogado.
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