España: ¿Derechos adquiridos?
La profunda crisis que padecemos va acompañada de una zozobra
intelectual desoladora. Con una difusión abrumadora en los medios de
comunicación dominantes, los múltiples beneficiarios del modelo en
crisis distraen la atención sobre las cuestiones esenciales y emborronan
los debates públicos con señuelos e interpretaciones de la realidad
groseramente sesgadas.
Sorprende, por su desfachatez, el uso persistente de la falacia del
hombre de paja cuando se atribuye los efectos de la recesión al
capitalismo y al libre mercado. Contra toda evidencia, quienes la
esgrimen soslayan el hecho fundamental de que el sistema que rige las
relaciones de los individuos con los estados, y las de ambos entre sí,
se encuentra muy lejos de un orden capitalista. Antes al contrario, la
evolución de la humanidad nos ha llevado a un sistema mercantilista con
resquicios para el mercado libre, donde los seres humanos viven y
desarrollan sus planes subyugados por estados (y asociaciones de estados
con distinta integración) que violan su libertad en distinto grado.
Así, en nuestro complejo mundo nos encontramos con sociedades muy
desarrolladas, sin embargo atenazadas y esclerotizadas por el
mantenimiento de costosísimos esquemas de bienestar e intervención de
los gobiernos.
Desde una perspectiva jurídica, las recomendaciones y argumentos
liberales para desmontar el estado intervencionista, mezcla de
socialismo y capitalismo, que ha dado en llamarse inmerecidamente "del
bienestar", afrontan numerosas líneas de defensa auspiciadas por un
conglomerado heterogéneo de grupos de presión, interesados, por el
contrario, en mantenerlo. O, más precisamente, en que "sus" intereses
dispares no resulten afectados. No cabe esperar mucha coherencia en los
que se apoyan en el poder coactivo del Estado para mantener favores
especiales, redistribuciones de rentas y privilegios. Es obvio que van a
lo suyo exclusivamente.
Un ejemplo de esos cantos de sirena consiste en invocar los derechos
adquiridos como una cantinela antes de que ningún legislador ose a
plantear seriamente una reforma para limitar, reducir y simplificar ese
mastodóntico estado y el ámbito de su actuación. Se trataría de
desarbolar argumentalmente a reformadores audaces de tamaña empresa, con
la advertencia de que las leyes necesarias no se aplicarían a un
universo muy amplio de destinatarios. Veamos cómo se puede refutar.
En primer lugar, debe repararse en que esta doctrina surgió como
contrapeso al legalismo (o positivismo jurídico) que entiende el Derecho
como la elaboración de legisladores racionales. Una tendencia que,
después de la Revolución Francesa, cundió progresivamente en la Europa
continental de finales del siglo XIX. En España, por ejemplo, el Código Civil de 1889
prohibió el efecto retroactivo de las variaciones que perjudicaran
derechos adquiridos según la legislación civil anterior, al tiempo que
sus trece disposiciones transitorias concretaban la aplicación temporal
de las nuevas normas relativas a distintos negocios jurídicos. Al mismo
tiempo, desde un punto de vista general, estableció (Art. 3 CC) que las
leyes no tendrían efecto retroactivo si no disponían lo contrario.
Aunque la doctrina de los derechos adquiridos nació estrechamente
ligada al principio de irretroactividad de las leyes que les afectaran
en el ámbito civil (es decir, derechos derivados de negocios jurídicos
entre particulares posibilitados antes de la codificación), pronto se
amplió su aplicación a otras áreas, como el derecho administrativo. Dada
su naturaleza procesal para conseguir la exención de la aplicación de
las leyes temporalmente, poco ha servido para frenar el avasallamiento
legislativo del último siglo. En efecto, la concepción positivista del
Derecho, unida al reglamentismo que emana de las administraciones
públicas, las cuales "desarrollan" las leyes formales aprobadas en el
parlamento (cuando no es el propio gobierno quien dicta la ley formal:
Decretos-leyes), han sido las herramientas utilizadas por el estado
intervencionista para consolidar un régimen arbitrario cuyas
regulaciones se cambian de forma constante. Al cabo de tanto tiempo sin
revertirse esa tendencia en la legislación, la oposición de los derechos
adquiridos a la avalancha reguladora ha resultado ser una línea de
retirada de los postulados liberales, patéticamente insuficiente para
evitar la situación a la que hemos llegado.
Por otro lado, la doctrina y la jurisprudencia han distinguido tres
grados en la retroactividad de las leyes. Uno máximo que supondría
privar de efectos a las relaciones jurídicas nacidas y consumadas antes
de la vigencia de la Ley nueva. Otro medio, que respetaría la relación
jurídica básica, pero sometería a la vigencia de la nueva los efectos
nacidos en virtud de la ley anterior pendientes aún de consumarse. Y un
último grado, calificado de mínimo, que implicaría que la nueva Ley se
aplicaría solo a los efectos que nazcan después de su entrada en vigor.
Descartado el grado máximo de retroactividad por la evidente
injusticia que se impondría a relaciones jurídicas consideradas legales
en el mismo momento de consumarse, las reformas que deben emprenderse
para desmontar esta hidra de privilegios y prebendas pueden (y deben)
ser retroactivas al menos en un grado medio.
Tomemos el ejemplo de una eventual supresión de las primas a las
energías renovables. Si efectivamente no medió un fraude a gran escala
para establecer ese régimen jurídico, lo cual justificaría la
retroactividad en su grado máximo, nada impide atribuírsela en un grado
medio a una norma que las suprima. En lugar de establecer retorcidos
mecanismos impositivos para conseguir el efecto equivalente a su
eliminación, como ha amagado en algún momento el Ministro de Industria,
debe partirse de la idea, y plasmarla en la ley correspondiente, de que
no es un derecho lo que el Estado quita a unos para dárselo a otros,
aunque tenga el ropaje de una ley formal. A este respecto pueden
reputarse como derechos adquiridos los surgidos antes de la intervención
administrativa, pero no las situaciones jurídicas provocadas por la
misma. A lo sumo las primas futuras para empresas ya inscritas en el
registro de beneficiarias podrían considerarse como expectativas o
intereses, pero no como derechos incorporados a sus patrimonios antes de
la necesaria derogación de la disparatada legislación del sector eléctrico. En definitiva, no tiene por qué haber compensaciones equivalentes a las primas que se supriman.
Estas empresas que acudieron a recibir favores en forma de
subvenciones podrán otorgar todos los calificativos que quieran a la
casta política que levantó sus expectativas, pero no pretender que todos
los españoles paguen un régimen de subvenciones que debe derogarse.
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