La democracia y la pluralidad de intereses
El Imparcial, Madrid
En
un ensayo publicado hace un tiempo bajo el título “Qué es… y qué no es
democracia”, el consagrado politólogo Philippe Schmitter, en colaboración con Terry
Linn Karl, definió a la democracia moderna como “un sistema de gobierno en el
que los gobernantes son responsables de sus acciones en el terreno público ante
los ciudadanos, actuando indirectamente mediante la competencia y la
cooperación de sus representantes electos”.
De
esta definición me gustaría destacar principalmente dos aspectos: 1) el que
toca a la responsabilidad de los gobernantes, y 2) el relativo a la competencia
electoral. El primero está indisolublemente atado al nivel de institucionalización,
que condiciona el acceso al poder y su consiguiente ejercicio. El segundo, por
su parte, también depende de un conjunto de reglas que garantizan un
“consentimiento contingente” permitiendo que las disidencias, aun grandes en
número, se mantengan “dentro de una gama predecible y generalmente aceptada”.
Para
Schmitter y Karl, la competencia no ha sido siempre considerada como una
condición esencial de la democracia. Más aún, en algunas corrientes del
pensamiento democrático todavía persiste cierta hostilidad a la existencia de
“facciones” e “intereses particulares” que, desde otras perspectivas, son
vistos en cambio como una realidad inevitable pero al mismo tiempo positiva en
la medida en que coarta la posibilidad de que uno de ellos, trátese de un partido
o grupo de interés, se vuelva hegemónico. (A este respecto la referencia
clásica es sin duda James Madison quien consagró este argumento sobre la
proliferación de intereses como medio para hacer menos probable que una mayoría
“tenga motivo para usurpar los derechos de los demás ciudadanos”). En cualquier
caso, lo dicho no significa que no existan desacuerdos sobre las mejores formas
de gestionar la competencia entre grupos, desacuerdos que a veces contribuyen a
trazar las fronteras entre los distintos subtipos de democracia.
Ahora
bien, ¿qué subtipo de democracia sería una donde no existieran esas dos
condiciones aludidas al comienzo, es decir, la responsabilidad ante los
ciudadanos (que hoy se sustenta en el concepto de accountability) y la competencia en el
marco de normas acordadas pero que necesariamente implica “un grado de
incertidumbre” con respecto a quiénes serán elegidos y a las políticas que
aplicarán? ¿Qué sería de una democracia si sus gobernantes pudiesen alegremente
vulnerar los procedimientos y a la postre esos principios de “consentimiento
contingente” e “incertidumbre limitada”?
La
Argentina de hoy es un buen escenario para plantearse estos interrogantes.
Sobre todo en momentos en que el miedo parece instalarse como política de
Estado para callar las voces disidentes, cuando el adversario es declarado
traidor o enemigo (en ausencia, para peor, de una definición fija de lo que el
enemigo sea) y cuando avanzan sin tapujos los proyectos de reelección
indefinida.
- 17 de enero, 2025
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