Las falacias de Paul Krugman
Paul Krugman bien podría ser el economista más reconocido del
momento. Y también el más peligroso. Desde su columna del New York
Times -reproducida en toda América Latina- Krugman promueve políticas
económicas que suenan como música para los oídos de políticos
irresponsables. Su premio Nóbel, otorgado por su trabajo de
finales de los setenta en la teoría del comercio internacional, poco
tiene que ver con sus tesis actuales sobre política fiscal y monetaria.
Aún así, le brinda un aura de autoridad en dichos campos que sirve para
descalificar a sus críticos.
El argumento de Krugman es sencillo: tras la
grave recesión de 2008, el consumo privado permanece deprimido, lo que
causa que las empresas no inviertan y que el desempleo se mantenga
elevado. No es posible reducir las tasas de interés para
estimular el consumo, puesto que ya se encuentran cerca de cero. Por lo
tanto, le corresponde al Estado llenar el vacío gastando a manos llenas y
poniendo dinero en las manos de los consumidores. El
planteamiento tiene un problema de entrada: El consumo privado en EE.UU.
(en términos reales) ya está por encima de su nivel de finales de 2007,
antes de que empezara la recesión. Es más, las ganancias
corporativas representan en este momento un porcentaje mayor del PIB que
antes de la crisis. Esto indica que no es por falta de demanda que las
empresas no están invirtiendo. Sin embargo, Krugman insiste en
que “lo que se necesita… es otro estallido de gasto gubernamental” (End
This Depression Now, W. W. Norton & Company, 2012).
EE.UU. ya intentó esta receta: desde
2008 el gobierno federal ha gastado US$1,1 billones en estímulos
fiscales, una cifra equivalente a casi diez Planes Marshall en dólares
actuales. El gasto federal se encuentra en su nivel más alto
desde la Segunda Guerra Mundial y los déficit fiscales de los últimos
cuatro años son los mayores que EE.UU. ha visto en tiempos de paz. Aún
así, el desempleo permanece alto y la recuperación es anémica. Para
Krugman, la razón es que el aumento del gasto ha sido muy tímido.
Convenientemente Krugman nunca da una
cifra exacta de cuánto debe aumentar el gasto para ser efectivo. El
único ejemplo que brinda para respaldar su tesis es el de EE.UU. a la
entrada a la Segunda Guerra Mundial, cuando el gasto federal se disparó a
43,6% del PIB. Actualmente se encuentra en 24%, lo que da una
idea de la magnitud del “estallido de gasto” que recomienda. Un
conflicto bélico global nunca es deseable, pero para Krugman sería una
excusa perfecta para aumentar el gasto a niveles estratosféricos. En
una notoria entrevista en CNN, Krugman afirmó que lo mejor que le
podría pasar a la economía mundial sería la amenaza ficticia de una
invasión extraterrestre, ya que el gasto gubernamental en armamentos
innecesarios para repeler el falso ataque sacaría a la economía de su
letargo “en tan solo 18 meses”.
Es una tesis que Krugman ha elaborado antes:
“El hecho es que, en general, las guerras son expansivas para la
economía”, escribió en 2008 para señalar los supuestos beneficios
económicos de la guerra en Irak. Hace un año afirmó que el desastre
nuclear de Fukushima en Japón también podría ser positivo para la
economía mundial. La destrucción es sinónimo de crecimiento para
Krugman.
En EE.UU. la deuda federal ya alcanzó el 100%
del PIB y la presión demográfica amenaza con llevar al país a la
bancarrota una vez que el grueso de la generación de los baby boomers
empiece a pensionarse, disparando el gasto en programas como la
seguridad social y Medicare. Hace un año EE.UU. perdió su
calificación crediticia AAA. Pero para Krugman la deuda no es problema
ya que se pagaría sola con el crecimiento que supuestamente generaría el
gasto deficitario, y además el gobierno siempre puede recurrir a la
Reserva Federal para imprimir dólares. Esto causaría inflación,
lo cual también es deseable para Krugman, quien recomienda una tasa de
hasta el 6% anual, sin contemplar que una vez que el aumento de la
inflación es incorporado en las expectativas de la gente, su efecto
estimulante desaparece, lo que incentiva a las autoridades a aumentar
aún más la oferta monetaria, generando mayor inflación.
No obstante, Krugman señala que es imposible
tener una alta inflación en una economía recesiva: “sin crecimiento, no
hay inflación”, afirma (End This Depression Now). Olvida así por
completo la estanflación de los setenta, cuando EE.UU. sufrió
simultáneamente de alta inflación y recesión. Algo similar ocurre ahora
en Argentina, país cuya economía Krugman alabó en mayo al describirla
como “una notable historia de éxito”. Él achacó a una prensa sesgada la
mala reputación de dicho país, obviando las nacionalizaciones, la fuga
masiva de capitales, la falsificación de las estadísticas oficiales, el
proteccionismo comercial, los controles a la adquisición de dólares y
demás políticas populistas implementadas por Cristina Fernández de
Kirchner.
Krugman es un crítico acérrimo de las
políticas de austeridad en Europa. Achaca la actual recesión de Gran
Bretaña al “evidente fracaso” de los recortes presupuestarios, a pesar
de que las estadísticas muestran que en ese país el gasto gubernamental
es más alto ahora que hace tres años. Lo mismo es cierto para Francia.
En Italia, Krugman calificó de “delirante” al Primer Ministro Monti por
su programa de austeridad, aún cuando el gasto público apenas ha caído
un 0,14% desde su pico de 2009. En España el gasto ha sido recortado en
tan solo 4,6% desde su tope de 2009. Y The Economist reportó en enero
que en Grecia, de los 470.000 empleos perdidos desde 2008, ni uno solo
ha sido en el sector público. La evidencia es clara en que la austeridad
en Europa ha consistido primordialmente de aumentos de impuestos y -si
acaso- de modestos recortes de gasto, lo contrario a lo que sostiene
Krugman en sus columnas.
He ahí la receta de Paul Krugman: más gasto
deficitario, una deuda sin control, impuestos más altos y una mayor
inflación. Todo esto, según él, estimulará al sector productivo y
reactivará la economía mundial. Sus recomendaciones deberían tomarse con
la misma seriedad que cuando predijo en 1998 que el internet no tendría
un mayor impacto económico que el fax.
Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.
Juan Carlos Hidalgo es coordinador de proyectos para América Latina en el Cato Institute.
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