Cepillo de acero y pincel
SALAMANCA. – Casi
como en un espejo porque la imagen reflejada no es del todo exacta. La imagen
real está en Paraguay, en Piribebuy, y la virtual en un pequeño pueblo de
Zaragoza, Borja (España), cuyo único punto de interés es una iglesia del siglo
XVI en su plaza principal; es decir, en su única plaza que se ha convertido en
los últimos diez días en centro de atención de toda España.
El motivo: en
la antigua ermita, un pintor del siglo XX, Elías García Martínez, sin ninguna
relevancia y cuyas obras no están catalogadas en ningún registro de obras de
arte de la península, empujado quizá por alguna promesa, pintó un Ecce Homo en
una de sus paredes, donde estuvo en estos últimos ciento cincuenta años,
aproximadamente, sin que llamara la atención de nadie. O de casi nadie.
Una mujer del pueblo, de buen corazón, con veleidades artísticas, notó que el
tiempo estaba haciendo estragos en aquella imagen por la que sentía alguna
devoción. La humedad, la sal que despiden muchas paredes, estaba dañando de
manera llamativa la capa pictórica. Cecilia Giménez, tal es el nombre de la
verdadera protagonista de esta historia –ya que ha alcanzado hoy más fama que
el del propio artista–, pertrechada de los pinceles necesarios y la pintura
adecuada, fue allá resuelta a poner término a dicho proceso de deterioro.
Llamativamente,
el trabajo de “restauración” hecho por esta mujer, más que ganar la calle, ganó
el mundo, ya que no hubo periódico en España y posiblemente en Europa que no
haya recogido la historia de doña Cecilia. Fuera de Europa, hasta el “New York
Times” le dedicó un artículo a esta pintora aficionada, de 81 años. El
periódico madrileño “El País” envió un periodista para que la entrevistara y le
respondió: “Solo puedo decir que lo hice. Pero como hacemos los pintores
siempre, primero le damos un brochazo a todo y luego lo vamos pintando”. La
suerte le jugó una mala pasada: ni bien le dio “los brochazos” necesarios, doña
Cecilia se fue de vacaciones un par de semanas. “Y lo dejé así pensando que a
la vuelta lo terminaría, pero cuando vine ya se había liado y no me dejaron
acabarlo”. El resultado de este “primer brochazo” estuvo más cerca de la
herejía que de la restauración. Y el sentido del humor afloró por todas partes.
En las redes sociales comenzaron a circular visiones personalizadas del Ecce
Homo con la cara de Mesi, de Rajoy, de Chuwaca (el de “La Guerra de las
Galaxias”) y muchos otros personajes famosos.
El reflejo al
que me refería al comienzo es que, detalle más, detalle menos, se parece a lo
sucedido en el templo de Piribebuy, donde un “restaurador”, cepillo de metal en
mano, arremetió contra el antiguo retablo de la iglesia, restos de un pueblo
franciscano del siglo XVIII. Una excusa puesta por doña Cecilia Giménez fue que
el cura párroco sabía de su trabajo pues la vio allí con sus pinceles y sus
pinturas varias veces. Ante esta circunstancia, quedan algunas variantes: el
cura sabía que aquella pintura carecía de valor artístico y la dejó hacer su
trabajo; el cura no sabía nada del valor que pudiera tener esa pintura y pensó
que el trabajo de la improvisada restauradora era bueno para la imagen; el cura
sencillamente se desentendió del tema para no tener problemas dentro de un
pueblo en el que todos se conocen.
El trabajo de
“restauración” de Piribebuy, que fue motivo de un juicio a Luis Verón, por
haber denunciado el estropicio infame que se estaba produciendo, y al que el
afectado le pide 500 millones de guaraníes para dejar en limpio su honor, no
llega a tener tales características ya que es evidente que ni el cura párroco
de Piribebuy ni el obispo de Caacupé que contrató los trabajos de restauración
sabían el valor de la obra en cuestión ni mucho menos conocían la pericia de la
persona contratada.
En el pueblo zaragozano de Borja, un vecino rompió lanzas por doña Cecilia
Giménez: “La Ceci es todo bondad y ternura. Si ha pintado es porque es muy
voluntariosa”. El problema está en que con solo voluntad no nos vamos al cielo.
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