Guerra de Secesión Americana (I)
Es posible que el de los militares sea hoy en día uno de los
colectivos más maltratados por personas de distintas ideologías. Quizá
sea porque la violencia repugna moralmente, sobre todo la violencia
planificada, y porque es fácil colocarnos en el papel de víctima de esa
misma violencia. De los militares se dice con frecuencia que ansían la
guerra, suspiran por la batalla y la destrucción. Sin embargo, son menos
frecuentes las guerras que se han empezado por la obstinación de un
militar que las que han estallado por el empecinamiento de los líderes
políticos, que creen que es una herramienta fácil de controlar. Algunas,
paradójicamente, se han iniciado incluso en contra de la opinión de los
propios militares.
En febrero de 1861, los líderes secesionistas se reunieron en
Montgomery (Alabama) para crear una nueva nación: los Estados
Confederados de América, con una Constitución muy similar a la de sus
enemigos norteños, pero permitiendo la esclavitud. La elección como
presidente de Estados Unidos de Abraham Lincoln había sido el detonante
de la decisión del Sur. En diciembre de 1860, una convención en Carolina
del Sur había declarado su secesión. A ella, siguieron las de los
Estados de Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Louisiana y Texas.
Sin embargo, previo a todo esto, el clima de violencia creciente entre
los Estados esclavistas y los no esclavistas se había ido intensificando
desde el Acta Kansas-Nebraska, que permitía a cada Estado votar a favor
o en contra de la institución de la esclavitud, que en teoría
beneficiaba al Norte y que sustituía al Compromiso de Missouri, firmado
en 1820.
La esclavitud se ha situado en el imaginario creado en torno a la
Guerra Civil americana como la principal causa del conflicto y, aunque
tuviera un papel importante en su justificación moral, habría que buscar
las claves también en otros factores.
En primer lugar, el conflicto entre el Gobierno Federal y los
gobiernos de los Estados, identificado el primero con el Norte y los
segundos con el Sur. Desde la independencia de Gran Bretaña, las
delimitaciones legales, así como sus derechos y deberes políticos, no
habían quedado claros y los conflictos habían protagonizado buena parte
de la política interna americana.
En segundo lugar, la imposición por parte del Gobierno Federal de una
serie de medidas fiscales que afectaban de manera desigual a los
industriales del Norte y a los plantadores del Sur, perjudicando a éstos
últimos. Durante varias décadas, los congresistas y senadores del Sur
habían conseguido mantener los aranceles a la importación en niveles
aceptables, incluso reduciéndolos con respecto a los que ya existían en
la década de los 20; sin embargo, al final de la década de los 50, los
industriales del Norte pedían una política fiscal más acorde con sus
intereses, con unas tasas más elevadas, dificultando a los grandes
terratenientes del Sur (que no eran muchos, todo hay que decirlo) la
compra de algunos bienes de equipo en el extranjero.
En tercer lugar, el distinto desarrollo económico y social de ambos
territorios, que había generado dos sociedades muy distintas y, hasta
cierto punto, antagónicas. No era extraño que la gran mayoría de los
americanos nacidos antes de la mitad del siglo XIX en Estados Unidos no
se hubieran movido más de 20 kilómetros del lugar que les había visto
nacer. Esta inmovilidad relativa había dado lugar a un Norte industrial y
más poblado, frente al Sur eminentemente agrícola y más tradicional,
con una población dispersa en un territorio enorme, donde la esclavitud
era importante, al menos para la economía de los terratenientes, aunque
no para la gran mayoría de la población, repartida por numerosas granjas
independientes, la gran mayoría, sin esclavos.
En 1861, todo parecía indicar que el conflicto se podía convertir en
una guerra abierta, como así ocurrió. Cuando el 13 de abril se produjo
el bombardeo – sin víctimas – del fuerte Sumter, bajo la bandera de los
Estados Unidos de América, los líderes políticos que gobernaban los
Estados Confederados estaban seguros de que empezaban una guerra corta
que daría pie a una independencia rápida de los Estados secesionistas y
una aceptación internacional de su soberanía, apoyada ésta última en la
enorme demanda de algodón de las grandes potencias europeas, en especial
Gran Bretaña y Francia.
Esa idea de que las naciones del Viejo Continente les apoyarían por
ser su principal proveedor de algodón, unida a la percepción de que la
sociedad sudista era superior a la del Norte y que su capacidad bélica
era, por tanto, mayor (no eran extrañas las comparaciones en las que uno
de los soldados del Sur era equivalente a un número variable de los del
Norte), iniciaría un violento camino que conduciría, no sólo a la
derrota del Sur, sino a la desaparición de la causa sudista, no la
esclavitud, que posiblemente habría desaparecido con el tiempo, sino la
defensa de los derechos de los Estados frente al Gobierno Federal y, de
alguna manera, al declive de su forma de vida.
Y es esta simplificación de la realidad, esta visión idealizada
(quizá basada en la propia experiencia americana) de que una causa
aparentemente justa puede y debe terminar bien, la que hizo que los
políticos del Sur tomaran una serie de decisiones que determinarían el
transcurso de la guerra y su resolución.
La arrogancia sureña, el honor mal entendido, explica situaciones tan
absurdas como empezar la guerra sin haber acumulado suficientes
suministros (quizá por la seguridad de que sería un conflicto corto tras
algunas rápidas victorias del Sur), el no haber sondeado de manera
adecuada un previo reconocimiento internacional (que se daba por hecho
por la "dependencia" del algodón del Sur de las factorías británicas y
las supuestas simpatías de Napoleón III hacia la causa sudista, obviando
la amplia repulsa británica a la esclavitud, los problemas del gobierno
francés en México y la necesidad de que el Norte no interfiriera en su
incursión mexicana) o haber creado una estrategia de actuación en
función de las posibles respuestas militares del Norte a su desafío, en
vez de un camino político, más largo, pero seguramente más exitoso. El
cálculo político maneja demasiadas variables como para que los
resultados sean siempre los que se buscan, sobre todo, si se parte de
premisas erróneas.
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