Arriba las manos: los impuestos o la vida
Por esas cosas
de la vida se ha impuesto, casi unánimemente, la creencia de que el pago de los
impuestos es sagrado. Tributar al fisco, se dice y se cree, es una obligación,
cualquiera sea la carga tributaria que se le imponga al contribuyente y
cualquiera sea el uso de los recursos que recauda el Estado.
A tal punto se
ha llegado, que hace décadas que existe el famoso solve et repete,
expresión que significa que si uno no está de acuerdo con lo que le exige el
Estado que tiene que pagar de impuestos, primero tiene que pagar y luego
iniciar la acción legal correspondiente. Digamos que el ciudadano es culpable
hasta que demuestre lo contrario.
En un sistema
económico de libertad, la gente obtiene sus ingresos produciendo algún bien o
servicio que satisface las necesidades de los consumidores. Esto significa que
el ingreso de la gente, bajo un sistema de libertad, no se obtiene
coercitivamente, sino por cooperación pacífica entre los miembros de una
sociedad que libremente intercambian bienes.
Diferente es el
caso del Estado que genera sus ingresos en forma compulsiva. Utiliza el aparato
de coerción para quitarle a la gente parte de sus ingresos o patrimonio a los
efectos de sostener el aparato estatal.
Si bien hay
debates académicos que sobre la posibilidad de financiar al Estado con otros
mecanismos que no sean impuestos, vamos a dejar de lado ese punto y aceptemos
que la gente está dispuesta a ceder parte de sus ingresos y patrimonio para
financiar el aparato estatal.
Pero aquí viene
el otro punto. ¿Qué tamaño de aparato estatal? ¿Qué funciones del aparato
estatal? ¿Qué calidad de servicios estatales?
La gran
diferencia que hay entre el ingreso que libremente genera el sector privado y
la forma en que lo hace el Estado, es el uso de la fuerza. Supongamos que una
persona vive en un edificio y paga religiosamente las expensas, pero un día se
cansa porque el administrador no hace limpiar las áreas comunes, el ascensor no
funciona y la escalera no tiene luz. En este caso no existiría el solve et
repete. La persona en cuestión puede negarse a pagar las expensas si, a
cambio de lo que paga, no le brindan el servicio correspondiente. No ocurre lo
mismo con los impuestos.
Diferente es el
caso del Estado que no presta servicios básicos como seguridad o justicia e
igual exige el pago de los impuestos. En ese caso, estamos ante una situación
que Bastiat llamaría “robo legalizado”. En este ejemplo, el Estado, usando el
monopolio de la fuerza, se apropia de los ingresos de la población sin
otorgarle nada a cambio. Es un simple ladrón, aunque más peligroso que el
ladrón común porque frente a este último uno puede llegar a defenderse. En
cambio, frente al Estado los ciudadanos no tienen defensa.
Por eso decía
antes que es ilógico poner la obligación de pagar impuestos como un dogma de
fe. Tal cosa no es cierta. Si el Estado saquea al sector privado o le cobra
impuestos sin darle los servicios por los cuales recauda, pierde autoridad
moral y legitimidad el cobro de impuestos.
Tampoco es
válido el argumento por el cual si una mayoría circunstancial vota a un
determinado partido político para que explote a la gente productiva en
beneficio de esa mayoría circunstancial. Si una ley viola derechos no tiene
legitimidad. Es típico del populismo prometerle a una parte de los votantes una
serie de beneficios económicos que los financiará a costa del sector productivo
de la sociedad. Nuevamente, el Estado se transforma en un simple ladrón que
tiene el monopolio de la fuerza, para que una mayoría viva a costa de una
minoría, mientras el político tiene el beneficio electoral. Es como si el
sector productivo de la sociedad se enfrentara a un delincuente que le dice:
“arriba las manos, la plata o la vida”.
¿Cuál es el
sentido del pago de impuestos? En una sociedad libre, la gente está dispuesta a
ceder parte de sus ingresos para que el Estado pueda tener los recursos
necesarios para defender el derecho a la vida, a la propiedad y a la libertad.
Cualquier otra función que quiera ejercer el Estado más allá de esas funciones
rompe el acuerdo entre el contribuyente y el Estado.
Subsidios, los
llamados planes sociales y lo que en general se llama Estado de Bienestar no
son otra cosa que un robo legalizado por el cual unos viven a costa de otros.
Por eso se también se ha impuesto casi como una verdad revelada que el los
políticos tienen el monopolio de la benevolencia y la bondad, y el sector
privado es mezquino y desinteresado de lo que le ocurra al prójimo. Tal cosa no
es cierta. La gente es mucho más solidaria de lo que se dice y el Estado es más
corrupto de lo que la gente imagina. La idea de que sin la acción del Estado
mucha gente no podría tener apoyo solidario es un invento de los políticos para
ganar votos y justificar la expolición del ciudadano común que queda indefenso
frente a una mayoría circunstancial.
La combinación
del supuesto monopolio de la solidaridad en manos de los políticos es el
argumento que lleva a expoliar impositivamente a la población. Justamente esta
idea es la que hace que a los políticos inescrupulosos les convenga tener
sociedades cada vez más pobres para que la gente dependa del gobierno de turno
para poder recibir algún tipo de subsidio. Vivir a costa de los otros vía el
saqueo del Estado. Si esa persona, en forma individual, le robara a otro para
su beneficio, sería un delito. Si lo hace el Estado escudado en una ley
ilegítima, es robo legalizado, pero se lo presenta como la acción de un Estado
moderno que atiende las necesidades de los más humildes, cuando los más
humildes son justamente humildes porque no se han creado las condiciones institucionales
necesarias para atraer inversiones, crear puestos de trabajo con mayor
productividad y, de esta manera, eliminar la pobreza y la desocupación.
Esta idea de
que el Estado tiene derecho a cobrar siempre los impuestos y de sumergir
deliberadamente a la gente en la pobreza para crear clientelismo político,
transforma el sistema tributario en violatorio de los derechos individuales, no
solo por la carga tributaria, sino porque el Estado se arroga el derecho de
exigirle al contribuyente que le proporcione información privadísima para
fiscalizarlo. Esa información, en una sociedad libre, solo podría ser pedida
por un juez y con causa justificada.
Para dar un
ejemplo, durante 1995 el representante norteamericano Jack Kemp presidió la
Comisión Nacional de Crecimiento Económico y Reforma Impositiva. Luego de siete
meses de trabajo, la Comisión informó que el Internal Revenue Service (IRS)
había estimado que las empresas debían destinar 3.400 millones de horas hombre
para atender todo el papelerío requerido por el organismo recaudador, en tanto
que las personas físicas debían destinar a la misma tarea 1.700 horas.
Multiplique el lector el salario promedio por la cantidad de horas y descubrirá
los miles de millones de dólares despilfarrados en tareas burocráticas que
tiene que atender el contribuyente sin generar ningún tipo de riqueza que
mejore la calidad de vida de la gente. Es un sistema de destrucción de riqueza.
En otra parte
del informe de Kemp se afirma que: “Los vastos poderes conferidos al IRS son
vistos cada vez como más violaciones a la intimidad y libertad de las personas.
Dos veces más grande que la CIA y cinco veces el tamaño del FBI, el IRS
controla más información sobre los ciudadanos norteamericanos que cualquier
otra agencia. Sin ninguna orden judicial tiene derecho a investigar la
propiedad y los documentos financieros de los ciudadanos norteamericanos.
Pueden secuestrar la propiedad sin juicio previo”.
En otro trabajo
de la Heritage Foundation, Daniel Mitchel analiza el sistema tributario
norteamericano y sostiene que: “El código federal de impuestos
norteamericano es una desgracia. Sus 10.000 páginas de leyes y regulaciones
minan la fortaleza de la economía norteamericana al castigar el trabajo, el
ahorro, la inversión y el riesgo empresarial. Más de siete veces más grande que
la Biblia, las 5.500.000 de palabras han creado una pesadilla de complejidades
que desafía la inteligencia del, inclusive, más versado experto en impuestos”.
Lo anterior
muestra que no es casualidad que en cada debate por la presidencia el tema
impositivo sea uno de los tópicos importantes entre republicanos y demócratas.
Y eso que el pueblo norteamericano es muy celoso de la propiedad privada y los
derechos individuales, algo que se ha ido perdiendo luego del ataque a las
Torres Gemelas, cuando el Estado, en nombre de la defensa nacional, ha ido
avanzando sobre los derechos individuales.
Antiguamente,
los monarcas aumentaban los impuestos para financiar sus guerras de conquistas.
Hoy, muchos países aumentan los impuestos en nombre del financiamiento de los
“planes sociales” que no son otra cosa que sistemas de sometimiento del
electorado para que dependa del favor del puntero o político de turno y viva a
costa de los que producen.
Lo concreto es
que los Estados se han transformado en verdaderos monstruos que devoran la
riqueza que genera el sector privado y para eso tienen que recaudar cada vez
más. Y para recaudar más necesitan violar los derechos individuales hasta
niveles propios de las monarquías absolutistas más brutales de la historia, con
lo cual el Estado ha dejado de cumplir con su función de defender el derecho a
la vida, la propiedad y la libertad para convertirse en el verdadero enemigo de
los ciudadanos y su libertad.
Como se ha
dicho en alguna oportunidad: el Estado no es la solución a los problemas de
pobreza y crecimiento, sino la causa de los mismos, con el agravante de que,
además, ha comenzado a violar los derechos individuales para satisfacer su
voracidad fiscal.
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