Chávez, el camino de la dictadura

“Me
designaron para decir unas palabras a través de un microfonito.” Con esa frase
Hugo Chávez recuerda su primera experiencia mediática. Era un niño, no tendría
ni siquiera diez años. Vivía todavía en Sabaneta de Barinas, un pequeño pueblo
rural de los llanos de Venezuela. El primer obispo nombrado para la región
pasaba por el lugar y, en un breve acto, el niño Hugo fue elegido para hablar.
La otra cara de esa experiencia podría ocurrir cincuenta años después, en
cualquier día del mes de julio de 2012. Acaba de comenzar una nueva campaña electoral
en el país. Chávez, convertido en un dios mediático que se multiplica en casi
todos los espacios públicos del país, ha gobernado ya durante casi catorce años
y aspira a ser reelecto por un nuevo período de seis años. Tiene delante muchos
micrófonos. Habla frente a una multitud vestida de rojo. Grita: “Ya yo siento,
a estas alturas, que Chávez no soy yo, que Chávez es un pueblo […] Yo ya no
soy yo, en verdad. Yo soy un pueblo, así lo siento, yo me siento encarnado en
ustedes. Todos ustedes son Chávez […] Todos somos Chávez.”
Entre
estos dos momentos hay un tránsito que, cada vez más, resulta difícil de
precisar, de conocer. Hay una vocación militar contundente, un afán de
celebridad, un talento comunicacional prodigioso, un gran olfato político, un ansia
de poder sin límites… Hay, además, un Estado a su servicio, convertido ya en
una inmensa industria mediática dedicada a construir y a promocionar un mito
que también se llama Hugo Chávez.
La naturaleza militar
La
memoria sobre su propia vida que, ya desde el poder, el propio Chávez ha ido
enriqueciendo da cada vez menos chance de saber quién es él realmente, cómo ha
sido su historia. Su discurso siempre es autorreferencial. Para hablar de todo,
habla de sí mismo. Día a día, edifica de manera oral una autobiografía que
jamás se detiene. Su vida, a veces, parece una infinita posibilidad de
ficciones.
Dentro
de todo ese inmenso relato, existe sin embargo una seña de identidad
contundente: Chávez se ve a sí mismo como un soldado. Su naturaleza es militar.
Lo repite y lo demuestra cada vez que puede. Al evocar su entrada a la Academia
Militar afirma: “Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la
esencia o parte de la esencia de la vida, mi vocación verdadera.”
Desde
esos mismos años, fraguado en la misma institución, nace su deseo de llegar al
poder. Siendo cadete, asistió a un desfile en un acto oficial y pudo ver, más o
menos de cerca, a Carlos Andrés Pérez, quien acababa de iniciar su primer
período presidencial. El joven Chávez, que aún no cumplía veinte años, escribió
entonces en su diario: “Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo
Presidente. Cuando le veo, quisiera que algún día me tocara llevar la
responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar.”
La
historia tiene también coincidencias caprichosas. Más de veinte años después,
junto a otro grupo de oficiales, el teniente coronel Hugo Chávez intentó dar un
golpe de Estado a Carlos Andrés Pérez, quien por segunda vez había logrado
ganar la presidencia. La intentona nunca tuvo gran sustancia ideológica. Por
más que el gobierno actual se empeñe en resemantizar esa fecha, celebrándola
hoy como “El Día de la Dignidad” y el inicio de la “revolución”, quien se asome
a los documentos del grupo golpista, encontrará invocaciones al nacionalismo
bolivariano y mucha crítica moral a las élites políticas y económicas que
dominaban el país. Más que una propuesta de país, tenían un proyecto de poder.
De
hecho, tras ganar las elecciones en 1998, Chávez llega al gobierno con la certeza
de que ha sido elegido no para ser presidente sino para cambiar la historia.
Chávez sustituye rápidamente el término “gobierno” por el término “revolución”.
La alternancia comienza a ser en el país un contenido cada vez más frágil. El
sentido que empieza a otorgarle a la palabra “revolución” tiene una carga
profundamente militar. En su equipo de gobierno abundan los oficiales o
exoficiales de su generación. Distribuye en la sociedad un lenguaje y una nueva
simbología que pertenecen al mundo castrense. Decreta que el país ha entrado en
un proceso “cívico-militar” que no tiene retorno. Bajo el signo de la
confrontación permanente –“quien no está conmigo, está contra mí”– Chávez
desplaza cualquier posibilidad de debate y de negociación de la democracia venezolana.
Le da a la fuerza armada una beligerancia que antes no tenía y crea una nueva
“milicia bolivariana”, que le responde directamente a él y no a la jerarquía
del ejército. Quien llegó con la promesa de acabar con la infame estructura que
había creado la exclusión económica, terminó sustituyéndola por un nuevo
sistema de exclusión política.
Chávez
ha reordenado lentamente el poder alrededor de su persona. El mapa del Estado y
de las instituciones se ha trabucado en una organización militar, casi religiosa,
donde él es el único centro. Incluso la Asamblea Nacional, dominada totalmente
por el oficialismo, le otorgó un poder habilitante, renunciando así a sus
propias funciones y delegando en la figura del presidente la prioridad de crear
una nueva legislación. De esta manera, muchos de los cambios constitucionales
que fueron rechazados en el referendo del 2007 se han terminado imponiendo por
la vía del decreto presidencial. La legalidad se ha trabucado en un trámite. Se
trata, en el fondo, de la misma violencia que se propuso en 1992. Solo que
ahora se ejerce de otra manera, por otros caminos, con procedimientos más
sutiles y supuestamente legítimos. Chávez ha dado finalmente un golpe de
Estado, esta vez desde el interior del Estado.
Aparece
vestido con traje de campaña y boina roja. Levanta el puño y saluda. Cada vez
más, de manera oficial, se hace llamar “Comandante”. Desde su esencia militar,
entiende que el poder no es un cargo sino un rango. Dura para siempre. Vuelve a
levantar el puño y la masa, al unísono, siguiendo el ritmo de una consigna, le
grita: “¡Ordene, Comandante, ordene!”
El talante mediático
La
otra definición sustantiva a la hora de retratar a Hugo Chávez tiene que ver
con su relación con el espectáculo. Desde sus tiempos en el ejército, siempre
fue un animador de actividades recreativas. Organizaba actos, bailes,
concursos, celebraciones, festejos… Hay una anécdota especial que retrata muy
bien esta pulsión en el joven militar. El propio Chávez la contó, durante la
campaña electoral de 1998, a un conocido presentador en un programa de
televisión. La escena transcurre en la ciudad de Maracaibo, mientras se
transmite en vivo un clásico programa de variedades y concursos llamado Súper Sábado Sensacional.
En el momento crucial de la elección de una miss
en una competencia de belleza, desde el cielo descienden, en paracaídas, dos o
tres soldados trayendo un presente para la nueva reina. Uno de ellos era Hugo
Chávez.
La
anécdota ilustra la complejidad del personaje. Es algo que su memoria actual ya
no registra. El relato que se promueve, desde el presente, propone a un joven
militar lleno de inquietudes, en luchas conspirativas, escuchando
clandestinamente los discursos de Fidel Castro.
Al
parecer, incluso los recuerdos pueden ser un espectáculo.
Pero,
aparte de su vocación personal, Hugo Chávez está obligado a tener una
hiperconciencia de la importancia de los medios. Sin duda alguna, su carrera se
debe, en gran medida, a la televisión. Sin los pocos segundos que tuvo frente a
las cámaras, al momento de rendirse tras el fracaso del intento de golpe de
Estado en 1992, probablemente su historia habría sido otra. Su ingreso a la
vida política y pública del país tiene ese importante componente mediático.
Chávez fracasó militarmente pero triunfó en la televisión. Quizás ahí entendió
que ese era el verdadero campo de batalla.
Para
1999, cuando comenzó su gobierno, el Estado venezolano solo poseía dos canales
de televisión abierta, dos emisoras radiales públicas y una agencia oficial de
noticias. Casi catorce años después, Chávez cuenta con lo que se conoce como el
“Estado comunicador”. El proceso ha sido profundo y tiene muchas aristas: desde
la ampliación de todos los medios públicos, logrando controlar la mayoría del
espectro radioeléctrico, hasta la creación de un nuevo instrumento legal que
regula los contenidos que se transmiten en los medios; desde el lanzamiento de
la cadena transnacional Telesur hasta la no renovación de la concesión al canal
de televisión privada RCTV; desde la compra y la instalación de un satélite
propio hasta la regulación que obliga a todos los medios a transmitir de manera
gratuita la publicidad oficial; desde la promoción de una amplia red digital de
páginas web dedicadas a apoyar al gobierno hasta la inmensa cantidad de “cadenas”
en las que el presidente hablaba durante varias horas seguidas… En mayo de
2012, el gobierno anunció que la seguidora número tres millones de la cuenta de
Twitter de Chávez recibiría como premio una casa. El Estado y las instituciones
públicas son agencias permanentes de publicidad. Su único producto se llama
Hugo Chávez, convertido ya en mercancía-fetiche, en una presencia que se
multiplica en todas las pantallas del país.
La épica petrolera
Detrás
de todo el complejo proceso político y cultural, respira una vieja tradición
latinoamericana. Chávez ha refundado el caudillismo. Ha resucitado el viejo
fantasma del militarismo y le ha otorgado una nueva retórica, una
contemporaneidad simbólica distinta, que combina la solemnidad del poder y la
versión melodramática de la historia con la que el continente se entiende a sí
mismo, se conmueve y se expresa. “Amor con amor se paga” es una de sus
consignas favoritas. Chávez es, a su manera, una telenovela, un bolero, una
canción ranchera… y también un reality
show. Ha convertido la política en una experiencia afectiva. Lo que
mejor administra es la esperanza de los pobres.
Nada
de esto, probablemente, se podría dar sin la condición petrolera que define de
manera crucial a Venezuela. Ese rasgo crea una diferencia enorme con el resto
de los países de la región. Se trata de un país donde llenar un tanque de
combustible resulta más barato que comprar una pequeña botella de agua
envasada. Este simple hecho debería ser un valor sociológico, un indicador
cultural. Establece relaciones totalmente diferentes con nociones como
“riqueza”, “trabajo”, “Estado”, “política”… Chávez también representa una
versión exitosa de la identidad venezolana. El hombre que no necesita cambiar
para tener éxito. El hombre que por fin recupera la riqueza lejana, que le
pertenecía pero que desde siempre le había sido negada.
José
Sarney, con puntual exactitud, señaló esta característica al comparar a Chávez
con Fidel Castro: “Le falta historia y le sobra petróleo.” Frente a sus
pretensiones y a su aguerrida temperatura verbal, el presidente venezolano se
encuentra con un vacío inmenso: la ausencia de épica. Un hombre que, en la
actual campaña electoral, declara que él es “la buena nueva de Cristo”,
necesita más que dinero y una eficaz industria mediática para entrar en el
firmamento de las leyendas de la izquierda latinoamericana.
Hasta
ahora, sin embargo, su mayor épica ha sido la batalla contra el cáncer. No
podía ser de otra manera: Chávez también ha incorporado su enfermedad a la
industria publicitaria que se empeña en convertirlo en mito. Entre el misterio,
el secreto y la burda manipulación, la salud de Chávez es –al mismo tiempo– un show mediático y
un secreto de Estado. Incluso en la adversidad más íntima, no se ha olvidado
del rating. El
jueves santo de 2012, en una misa privada, transmitida por el canal del Estado,
Chávez toma el micrófono y habla. Les habla a los presentes, al país, al mundo.
Incluso le habla a Dios: “Dame tu corona, Cristo, dámela que yo sangro, dame tu
cruz, cien cruces, pero dame vida porque todavía me quedan cosas por hacer por
este pueblo y por esta patria. No me lleves todavía, dame tu cruz, dame tus
espinas, dame tu sangre, que yo estoy dispuesto a llevarlas pero con vida.”
La
muerte consagra a los mitos. La televisión resucita a los caudillos. ~
- 23 de julio, 2015
- 25 de noviembre, 2013
- 7 de marzo, 2025
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