Obama y el presidente mexicano Luis Echeverría Álvarez
Al presidente (y ahora candidato) Obama le preocupan los pobres, le disgustan las empresas grandes y cree que el gobierno puede solucionar todos los problemas. Por
encima de todo, rechaza la importancia de la creatividad empresarial,
sataniza la creación de riqueza y considera que la confrontación social
es un instrumento útil para avanzar su proyecto económico, social y
político. Me recuerda cada día más a Luis Echeverría Álvarez, un
presidente lleno de buenas intenciones que acabó por destruir todo lo
que funcionaba bien en el país.
Al iniciar su mandato, Echeverría se encontró
con una situación inusual para la economía: por primera vez en décadas,
su desempeño se encontraba por debajo del 4%. Aunque esa tasa
de crecimiento nos podría parecer extraordinaria en estos días, el
crecimiento en el año 1970 fue sensiblemente inferior al 6,5% que había
promediado en las cuatro décadas anteriores. Como todos los
presidentes desde entonces, Echeverría intentó recuperar altas tasas de
crecimiento. El problema fue cómo lo hizo y las consecuencias que tuvo
su actuar.
La economía mexicana ya venía mostrando signos de debilidad desde mediados de los setenta.
1965 fue el último año en que el país exportó maíz, uno de los muchos
granos y productos minerales cuyas exportaciones financiaban la
importación de insumos para la industria. La economía requería
cambios estructurales para mantener su ritmo de crecimiento y satisfacer
las necesidades de la población. Dentro del gobierno se desató un agudo
debate sobre cómo responder y muy rápido se conformaron dos visiones:
una, la de quienes proponían un proceso de liberalización gradual que no
pusiera en riesgo la supervivencia de la industria sino que le diera
viabilidad de largo plazo; y otra, que proponía un fuerte estímulo a la
economía por medio del gasto público. Echeverría enarboló la
segunda y utilizó al movimiento estudiantil de 1968 para cambiar la
lógica del gobierno, subordinar a la sociedad y crear un clima de
antagonismo contra el sector privado.
El crecimiento del gasto público no se hizo
esperar y para el cuarto año era ya era casi cuatro veces superior al de
1970. Con la explosión del gasto se multiplicaron las secretarías,
empresas públicas y fideicomisos. Además, se modificaron regulaciones y
se aprobaron leyes, todas las cuales tenían por objetivo afianzar la
presencia de la burocracia en las decisiones económicas, limitar el
ámbito de actividad del sector privado y reducir al mínimo la presencia
de la inversión extranjera.
En unos cuantos años, Echeverría modificó el
perfil de la economía pero también de la sociedad. El crecimiento del
gasto deficitario y del gobierno trajo consigo dos males que tomaron
décadas en resolverse: la deuda externa y la inflación. Por otro lado,
Echeverría inauguró un estilo retórico que no había sido parte de la
política mexicana en más de medio siglo: la lucha de clases.
Como parte de lo anterior, modificó los libros de texto para incorporar
su filosofía política, factor que sembró las semillas de la
confrontación que vivimos activamente hasta el día de hoy. Su estrategia
de confrontación permanente con el empresariado destruyó la legitimidad
de los empleadores y únicos creadores de riqueza, e inició quizá el
peor de los males que dejó como legado: la desconfianza. El resultado de su gestión fue inflación, crisis y una sociedad profundamente dividida.
Toda proporción guardada, Obama está teniendo
el mismo efecto en su sociedad. Tratándose de una nación plenamente
institucionalizada, el impacto de un presidente estadounidense es mucho
menor en su país de lo que eran los presidentes (casi) omnipotentes en
el nuestro; sin embargo, Obama se ha dedicado a sembrar el mismo tipo de conflictividad que Echeverría hizo en México.
Lo que pase en EE.UU. tiene consecuencias:
nuestras exportaciones a ese país son el principal motor de nuestra
economía. De debilitarse su tradición pro-empresarial disminuiría su
crecimiento y los mexicanos sufriríamos las consecuencias. Sin
aprobación social, la creación de riqueza se torna imposible porque
nadie está dispuesto a tomar riesgos en un contexto hostil.
Aunque no cabe duda que Obama recibió una
crisis económica de enormes dimensiones, su desempeño en estos cuatro
años ha sido desastroso: en lugar de atender las causas de la crisis, se
ha dedicado a dispendiar los recursos destinados a estimular el
crecimiento y a pelearse con sus contrincantes políticos, pero sobre
todo atacar a los únicos potenciales creadores de riqueza: los
empresarios.
Parte del actuar del presidente estadounidense refleja su falta de experiencia como político. Por ejemplo,
en lugar de controlar el uso del dinero que se destinó al estímulo
económico, dejó que la entonces líder del Congreso hiciera de las suyas y
repartiera los fondos de poco más de un trillón de dólares (equivalente
al 100% del PIB mexicano) entre sindicatos, grupos afines y proyectos
favoritos de su contingente legislativo. Lo anterior no es
bueno ni malo, excepto que los proyectos que típicamente le gustan a los
políticos y a los grupos de interés normalmente no son los más
productivos o los que, en palabras de los economistas, tienen el mayor
efecto multiplicador. Quienes defienden el actuar de Obama dicen que no
haber emprendido ese monto de gasto hubiera provocado un colapso
económico.
Como es imposible probar lo que no ocurrió,
la sociedad americana se la vive disputando a) si debe haber un nuevo
paquete de estímulo; b) si debe atenderse el brutal crecimiento de la
deuda pública; o c) si deber revisarse toda la estructura de la
economía. El debate estadounidense no es muy distinto, en concepto, al
que ha caracterizado a México desde finales de los sesenta.
Como decía Milton Friedman, los programas
públicos deben evaluarse por sus resultados y no por sus intenciones. El
resultado de la gestión de Echeverría fue desastroso: décadas de
antagonismo, casi hiperinflación, un gobierno ineficiente y la
legitimación del conflicto como estrategia de lucha permanente. El
resultado de la gestión de Obama todavía está por verse pero no me queda
ni la menor duda que ha incorporado un elemento novedoso en la política
estadounidense: el de la lucha de clases.
Para observadores privilegiados como Lipset y
de Toqueville, lo que ha distinguido a los estadounidenses en sus más
de dos siglos de existencia es su excepcional capacidad para adaptarse y
asimilar personas e ideas, así como la creencia en la igualdad de
oportunidades que legitima su vitalidad empresarial. Obama está
amenazando eso que Echeverría enterró: la credibilidad de quienes pueden
hacer posible transformar a su país.
Luis Rubio es Presidente del Centro de
Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente
dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México.
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