Quién era realmente Salvador Allende?
Esta es,
textualmente, la enigmática pregunta que un día le hizo Simon Wiesenthal, el
célebre cazador de nazis, a Víctor Farías, filósofo, historiador,
Catedrático de la Freie Universitat de Berlín, académico en Estados Unidos y
Argentina.
Víctor Farías
está a punto de regresar a su Chile natal después de cuarenta fructíferos años
en Alemania, donde fue alumno dilecto de Heidegger. Con el tiempo, acabaría
profundizando en las conexiones de la filosofía de su maestro -y del maestro
mismo- con el nacionalsocialismo; Heidegger y el nazismo se convirtió en
un acontecimiento editorial e intelectual tras permanecer cinco años inédito.
Temor editorial, algo a lo que el autor está acostumbrado: veinticinco años
tuvo que esperar a la imprenta La izquierda chilena. Mucho menos ha
tardado su última obra, Salvador Allende. Antisemitismo y Eutanasia, a
pesar del rechazo de su editorial, Seix Barral, y también de Planeta, que lo
consideraron “un libro estupendo, pero impublicable”. Lo mismo que otras
catorce editoriales.
Quien sienta
algún afecto por la figura de Salvador Allende, es decir, toda la izquierda,
está a punto de encontrarse con una desagradable sorpresa, por decirlo
suavemente. Recordarán al ex presidente socialista de Chile como el
revolucionario mártir que tantos jóvenes lloramos en los años setenta ante las
estremecedoras escenas finales de La batalla de Chile, aquella película
inacabable que había que ver por trozos. En realidad fue un convencido
antisemita, un defensor de la predeterminación genética de los delincuentes que
extendió su racismo a árabes y gitanos, consideró que los revolucionarios eran
psicópatas peligrosos que había que tratar como enfermos mentales, propugnó la
penalización de la transmisión de enfermedades venéreas y defendió la esterilización
de los alienados mentales. Ideas rechazadas por la opinión pública mundial en
pleno, con una sola excepción: la Alemania nazi. Porque Allende defendía estas
posturas precisamente en los años treinta.
Lo tiene muy
difícil quien intente negar estos extremos; el mismo Allende lo dejó todo
escrito en dos piezas que se han mantenido ocultas hasta hoy y que Farías ha
rescatado. Se trata de Higiene mental y delincuencia, la memoria o tesis
que Allende presentó en la Universidad de Chile en 1933 para obtener el título
de Médico Cirujano, y el Proyecto de Ley que elaboró siendo ministro de
Salubridad del gobierno del Frente Popular (1939-1941) de Pedro Aguirre Cerda.
Proyecto que no llegó al parlamento por el rechazo de la sociedad en general y
de la clase médica en particular, destacando la oposición frontal de las
primeras autoridades del momento en psiquiatría y genética, los doctores Vila y
Cubillos.
En
declaraciones al diario La Nación, Allende explicó su proyecto como “un
trípode legislativo en defensa de la raza”: tratamiento obligatorio de las
toxicomanías, de las enfermedades venéreas -“transformando en delito su
contagio”- y “esterilización de los alienados mentales”. Allende preveía la
creación de un Tribunal de Esterilización, inaccesible a la familia del enfermo
y competente para dictar sentencias inapelables. Leemos en el Artículo 23 que
“todas las resoluciones que dicten los tribunales de esterilización (…) se
llevarán a efecto, en caso de resistencia, con el auxilio de la fuerza
pública”. Farías subraya las “increíbles analogías entre el proyecto nazi y el
de Salvador Allende”, entre la Ley de Esterilización del chileno y la “Ley para
precaver una descendencia con taras hereditarias” dictada por el Tercer Reich
en 1933. El número y tipo de enfermedades que ambas normas recogen son
idénticos; contienen capítulos casi iguales. En cuanto a las diferencias, es
más duro Allende: la esterilización de los alcohólicos crónicos es obligatoria
en el proyecto chileno, no en la ley alemana.
Pero dejemos
hablar al Allende de Higiene mental y delincuencia: “Los hebreos se
caracterizan por determinadas formas de delito: estafa, falsedad, calumnia y,
sobre todo, la usura”. Refiriéndose a los revolucionarios, destaca “la
influencia perniciosa que sobre las masas pueda ejercer un individuo en
apariencia normal y que, en realidad, al estudiarlo nos demostraría pertenecer
a un grupo determinado de trastornos mentales (…) este tipo de trastornos colectivos
tienen a veces caracteres epidemiológicos, y es por eso que cuando estallan
movimientos revolucionarios en ciertos países, éstos se propagan con increíble
rapidez a los estados vecinos.” Curioso pensamiento para un declarado marxista.
En una reciente
entrevista para el diario La Segunda, Farías señala que “En Chile hubo y
hay una gran cantidad de antijudíos. Lo increíble es que mientras los líderes
nazistas González von Marées, Carlos Séller y Tomás Allende, el padre de la
escritora Isabel Allende, afirman que los judíos son un daño, pero reconocen la
pluralidad de las razas, en su Memoria Allende se muestra como
antisemita en el sentido biológico”.
No es extraño
que quien defendía las tesis del determinismo racial, la genética del delito
para judíos, árabes y gitanos, quien comulgaba con la eugenesia negativa
de los nazis, acabara protegiendo en los años setenta, siendo ya Presidente, al
criminal de guerra nazi Walter Rauff, residente en Chile. La denuncia procede
directamente de Wiesenthal. Él puso a Víctor Farías sobre la pista cuando lo
abordó, tras recibir el Gran Collar de la RFA, con la pregunta que nos sirve de
título: ¿Quién era realmente Salvador Allende? La respuesta la hemos ido
viendo, y se completa contestando a otra pregunta: ¿Quién era Walter Rauff, el
protegido de la Unidad Popular?
Walter Rauff
fue el inventor del sistema de exterminio con camiones de gas y, por tanto, el
responsable de la muerte de medio millón de personas en Auschwitz, un criminal
despiadado que asesinó “prácticamente con sus propias manos”, explica Farías, a
más de cien mil personas. Simon Wiesenthal deseaba para Rauff un final similar
al de Adolf Eichmann. Por eso escribió al presidente socialista narrando las
atrocidades del criminal de guerra que su país acogía. En respuesta, Wiesenthal
recibió “una carta fría”. Hubo más cartas inútiles. El cazador de nazis
autorizó a Farías a publicarlas. Aparecieron en el epílogo de Nazis en Chile,
desencadenando una agria polémica entre el filósofo y la hija de Allende, Isabel.
Que decida el
lector si hay relación entre esas dos sombras en la biografía de Salvador
Allende: la que se cierne sobre el médico y ministro de los años treinta, la
que anubla al presidente de los setenta, época en que se forjó el poderoso
icono del progresismo. Entre el racista de Higiene mental y delincuencia,
pronto ministro responsable de una Ley de Esterilización calcada de la
legislación nazi que estaba siendo aplicada en Alemania, y el presidente de la
Unidad Popular que entristece y decepciona a Simon Wiesenthal, sembrando la
sospecha.
¿Quién era
realmente Salvador Allende? -preguntó Wiesenthal a Víctor Farías, invitándole
tácitamente a investigar.
Pero si es tan
conocido…
No, no. Déjeme
contarle: Yo le escribí a Allende relatándole las atrocidades del criminal de
guerra Walter Rauff, residente en Chile.
¿Y qué le
respondió?
Recibí una
carta fría. Como Salvador era un icono en el mundo entero, una víctima, lo dejé
ahí. Pero quizás usted me pueda ayudar.
¿Cómo?
Me podría
ayudar a buscar las cartas, porque las perdí.
Parece evidente
que si Wiesenthal quería que Farías le ayudara es porque creía que la negativa
de Allende a entregar a Rauff debía acreditarse en el futuro. El filósofo
chileno tardó varios años, pero encontró al fin la correspondencia. Una carta
dormía en un archivo italiano, otra en Austria… Y entonces se puso en
contacto con Wiesenthal:
¿Puedo
publicarlas?
Sí, aunque es
triste.
Las cartas
vieron la luz en el epílogo de Nazis en Chile. Y, efectivamente, fue muy
triste, porque revelaban, en palabras de Farías, “la verdadera identidad
histórica” de Allende, el líder que se hizo fuerte en el Palacio de la Moneda,
que murió tras dejar grabado un mensaje cuya audición todavía nos estremece. La
publicación indignó a la hija del mártir, Isabel, quien, “muy alterada”, le
gritó a Farías al teléfono: “¡Mi papá no es nazi!” Él respondió que su padre,
que se proclamó revolucionario, se había negado a entregar a un criminal de
guerra, y de paso apuntó a “dos personalidades que (le) acompañaron muy de
cerca en su itinerario político: Eduardo Novoa Monreal y Enrique Shepeler”.
Sabemos que en
1972 le pidió Wiesenthal por primera vez al presidente de Chile que iniciara
los trámites oportunos para procesar a Walter Rauff o, más exactamente, para
reabrir el proceso contra él. En 1963, la Corte Chilena había zanjado el asunto
invocando la prescripción de los delitos imputados. Según el tribunal, el paso
de treinta años impedía cualquier actuación penal. Wiesenthal esgrimió ante
Allende lo que todos sabemos, que los crímenes contra la Humanidad no
prescriben. Pero no se limita a invocar el principio general, sino que se pone
en la tesitura de recordarle al presidente de Chile la legislación
internacional firmada por su país, y cita hasta tres tratados: de 1948, de 1952
y de 1970. Estas normas, que vinculan a Chile, recogen con claridad la no
prescripción de los crímenes contra la Humanidad y la primacía, en estos
asuntos, de la justicia internacional sobre la nacional. La conclusión es
inevitable: Allende incumple a conciencia tratados vigentes.
A Wiesenthal le
parece increíble que el socialista no acepte tan sólida argumentación, que
mienta, que afirme que definitivamente no es posible actuar contra Rauff porque
hay que acatar las resoluciones de la justicia chilena. Como afirma Farías,
“Salvador Allende asume la doctrina anterior a Nüremberg, por lo tanto, de
facto, defiende la posición de un criminal de guerra terrible”, o bien “Se trata
de un encubrimiento de uno de los peores criminales de guerra que conoce la
humanidad.”
No sólo cae un
mito –otro- de la izquierda, también hay que enfrentarse a una monstruosa
simetría: los argumentos que infructuosamente repite en sus cartas Wiesenthal son
exactamente los mismos que se emplean en el juicio elevado por Baltasar Garzón
y Joan Garcés, el abogado valenciano que se entrevistó con su correligionario
Allende en la Moneda el 11 de septiembre de 1973, unas horas antes de la muerte
del presidente, y que un cuarto de siglo después consiguió que el juez Evans
dictara orden de detención contra Pinochet a petición de Garzón.
Si nos
felicitamos por las actuaciones contra Pinochet, no podemos justificar a un
Allende que ignora la misma fundamentación para librar de castigo a Rauff, que
había matado ciento cincuenta veces más que el dictador chileno. Si es que la
contabilidad pinta algo en el asesinato masivo. Y si aceptamos las razones de
Allende, no podemos defender el procesamiento de Pinochet. Escojan.
La polémica reavivará más recuerdos incómodos. Apunta
Farías, entrevistado en La Segunda el 18 de marzo de 2005, que existen
otros “elementos biográficos lamentables de Allende, como son los dineros que
trata de obtener de forma subrepticia de la Alemania Democrática, o los grandes
negocios con conocidos personajes del mundo económico, como los Urenda de
Valparaíso (…) Existen en él desfases fundamentales, porque afirma que es uno
de los fundadores del PS, junto con Grove y otros jerarcas, sobre la base del
marxismo-leninismo, al mismo tiempo que escribe textos absolutamente
antisemitas y señala a los revolucionarios como sicópatas (…) En la vida de
Allende hay casi sólo incoherencias”.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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