El gran divorcio chino-americano
El País, Madrid
Todas las rupturas son duras. Pero los divorcios que hemos aprendido a
temer más suelen ser prolongados, tendentes al conflicto y en última
instancia no resueltos. Todo parece indicar que China y Estados Unidos
se encuentran en medio de uno de esos turbios divorcios entre parejas
agresivas que al mismo tiempo se odian y se necesitan mutuamente.
Mientras Washington y Pekín se preparan para nuevos liderazgos
políticos, no pueden dejar de abordar una importante renegociación de
los términos de su relación.
Desde el inicio de la crisis financiera global en 2008 hemos estado atravesando el lento y doloroso final de Chimerica,
la etapa en la que las economías china y americana actuaban al unísono,
y durante cuyo transcurso encabezaron uno de los más largos períodos de
crecimiento global y prosperidad de la historia. Esa relación
perfectamente simbiótica, popularizada por el historiador Niall
Ferguson, se basaba en el ahorro por parte de China de la mitad de su
PIB en tanto que Estados Unidos le tomaba prestado el dinero con el que
financiar un gasto excesivo que no podía permitirse. El romance finalizó
en septiembre de 2008 con la ruina de Lehman Brothers. Ahora los
términos de la separación corren el riesgo de provocar un incómodo
malestar al resto del mundo.
En una reciente visita a Pekín me llamó la atención la casi general
asunción de que la demanda norteamericana no volvería a los niveles
anteriores a 2008. Ello ha conducido a un animado debate sobre cómo
reorientar la economía de China de cara a una era post-Chimerica.
Por un lado, China está buscando mercados no occidentales y cubriéndose
frente al dólar invirtiendo en compañías y en activos fuera de Estados
Unidos. Por otro, Pekín se está preparando para un crecimiento más lento
mientras busca sustitutos para su exportación y su inversión fija.
En China se discute ahora sobre cómo estimular el crecimiento de las
pequeñas y medianas empresas, cómo estimular el consumo doméstico y cómo
invertir en bienestar social en vez de en infraestructuras. El debate
económico norteamericano es menos estratégico, pero hay una comprensión
de que el nivel de deuda en el que se incurrió en los años del auge es
insostenible y que algunas de las medidas de estímulo, como la
flexibilización cuantitativa, harán que cada vez sea menos atractivo
para el gobierno chino almacenar letras del tesoro.
Como si fuera una anticipación del “Gran Desacoplamiento”, la
atmósfera política entre Washington y Pekín se ha agriado con mutuas
recriminaciones sobre el Mar del Sur de China, el comercio y los
derechos humanos. En una película documental estrenada en Estados Unidos
hace unas semanas con el título de Death by China —en la que
el narrador es el presidente de ficción favorito del país, Martin Sheen—
se dice que “China es la única gran potencia que se está preparando
sistemáticamente para matar norteamericanos”. Un cartel publicitario
muestra un mapa de Estados Unidos empapado en sangre y traspasado por un
gran cuchillo en el que puede leerse la marca “made in China”. Pero el
alarmismo de la película resulta moderado si se le compara con los
ataques diarios a los “pérfidos” líderes americanos en Sina Weibo (la
réplica china de Twitter) o en best-sellers como China is Unhappy (China no es feliz, un panfleto ultranacionalista que vendió más de un millón de copias no pirateadas en 2009).
Las tensiones se han recrudecido porque el mundo post-Americano se ha
convertido en una realidad, haciendo que tanto un debilitado Washington
como un fortalecido Pekín sean más asertivos. El agresivo intelectual
chino Yan Xuetong afirma que el orden mundial está cambiando “de un
sistema unipolar con Estados Unidos en su centro a un sistema bipolar
con China ocupando el polo opuesto”. Pero el conflicto militar no es el
único peligro. Casi tan perjudicial para el mundo podrían serlo también
tanto una prolongada competición entre las dos potencias como un
pacífico condominio de ambas.
La competición ya está en marcha. Los intranquilos vecinos de China
han dado la bienvenida al renovado interés de Washington por la región.
En conjunto, las potencias democráticas de Asia —en alianza con Estados
Unidos— son más fuertes económica y militarmente que China (aunque sus
economías dependen totalmente de Pekín).
El profesor Yan Xuetong cree que China debería responder al papel de
“pivote” de Asia, reivindicado por Obama, retomando su estrategia de “no
alineamiento” y forjando una alianza formal con Rusia, y también
ofreciendo garantías de seguridad a otros Estados asiáticos. Andrew
Small, un perspicaz observador de China, advierte que “podemos apreciar
un retorno de muchas de las dimensiones negativas de la guerra fría,
donde los intentos de resolver los problemas globales, solucionar los
conflictos regionales o construir instituciones internacionales están
instrumentalizados por la lucha por cambiar el equilibrio de poder entre
los dos polos”.
Fred Bergsten ha sostenido desde hace tiempo que —en lugar de
competir— los dos países con la mayor actividad comercial, en los
extremos opuestos del mayor desequilibrio comercial y financiero del
mundo, deberían formar un condominio legal para regir la economía
global. Zbigniew Brzezinski extendía ese planteamiento al ámbito
político con la sugerencia de un “informal G-2” que pudiera hallar
soluciones a la crisis financiera global, al cambio climático, a la
proliferación nuclear y a los conflictos regionales.
Lo cual ha sido refutado por observadores como Shi Yinhong, un
académico chino, que sostiene que China y Estados Unidos hacen que salga
a relucir lo peor de cada uno. “Les prestamos demasiado dinero, y el
gobierno y el pueblo americanos utilizan ese dinero para llevar un modo
de vida malsano”, dijo el profesor Shi. Pudo ir más lejos y señalar el
modo que hace a menudo a los capitalistas norteamericanos más
codiciosos, a los sindicatos más proteccionistas, a los militares más
agresivos y a los políticos más populistas. El fantasma del poder
norteamericano y la atracción por sus mercados tienen en Pekín un efecto
espejo, fomentando los aspectos más regresivos del modelo económico
chino y su política exterior. Así que no es difícil imaginar a los dos
países del mundo que más contaminan, China y Estados Unidos,
confabulándose para impedir una solución al calentamiento global o para
socavar las instituciones multilaterales. La competición conlleva el
riesgo de convertir a dos grandes potencias con una historia de
universalismo revolucionario en dos naciones obsesionadas con su propio
excepcionalismo. Y, lo que es más importante, la idea misma de un
condominio internacional dictando el orden mundial va en contra del
espíritu de una época en la que los ciudadanos y las naciones quieren
decidir sus propios futuros.
Mientras Chimerica se disuelve, las variantes que ofrece la
nueva relación chino-americana son poco atractivas. La guerra sería
catastrófica, la competición estratégica podría paralizar la gobernanza
global y el formato G-2 podría sacar a relucir lo peor de las dos
mayores potencias. El único modo de evitar esos futuros escenarios es el
de alentar un orden multilateral formado por regiones más unidas,
dejando que China y Estados Unidos tengan una relación normal.
Sin embargo, otras potencias como la Unión Europea o Japón no serán
tomadas en serio ni por China ni por Estados Unidos mientras no
solucionen sus tribulaciones domésticas ni intensifiquen la capacidad de
su política exterior; pero a día de hoy no ofrecen señales de estar
dando esos pasos. Y mientras no los den pueden verse atrapados entre las
dos partes del divorcio, enzarzadas en una horrible lucha por quedarse
con su custodia.
Mark Leonard es co-fundador y director del European Council on Foreign Relations, y autor de What Does China Think?
© Reuters 2012
Traducción de Juan Ramón Azaola.
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