México: ¿Oportunidad?
Dos visiones –¿serán fantasmas?- recorren la discusión pública en anticipación al inicio de la nueva administración. Una
enfatiza y evoca el conflicto, las diferencias y los supuestos
atropellos al proceso democrático. La otra privilegia la oportunidad de
romper la parálisis político-legislativa que ha caracterizado al país en
las últimas décadas y colocarlo en el umbral de una nueva era
de crecimiento. ¿Estamos ante un abismo infranqueable, o meramente ante
una diferencia de percepciones: si el vaso se encuentra medio lleno o
medio vacío?
La elección del primero de julio
produjo tres circunstancias: a) la necesidad de coaliciones para poder
avanzar una agenda legislativa; b) una nueva fuente de conflicto
político: y c) una gran oportunidad.
La necesidad de coaliciones no es algo
novedoso. Las reformas de los años ochenta y noventa inauguraron una era
de cooperación entre partidos a nivel legislativo y ese ha sido el
tenor de lo que ha avanzado y de lo que ha se ha quedado atorado. La
pretensión de unanimidad y consenso impidió que prosperaran iniciativas
trascendentes, pero el hecho de negociar alianzas ya es parte inherente
al proceso legislativo nacional. De hecho, ha habido un enorme
número de decretos constitucionales aprobados (64 desde 1997), todos
ellos producto de votos multipartidistas, pero la abrumadora mayoría de esas iniciativas se refiere a derechos políticos y sociales.
Es decir, a pesar de que funciona el proceso,
los partidos han sido reacios a afectar intereses reales en el terreno
económico o político, que es, por definición, la naturaleza de las
reformas estructurales en terrenos como el fiscal, laboral o energético.
La nueva fuente de conflicto no es tan nueva.
Aunque, al menos en concepto, algunos de los reclamos de la coalición
de izquierda ameritan una discusión seria (y digo en concepto porque el
uso del dinero no fue privativo de un solo partido), la demanda
presentada ante el Tribunal Electoral claramente no fue sobre las reglas
o sobre los recursos. La pobreza jurídica de la demanda habla por sí misma.
A pesar de ello, mostró que no hay límites al
daño que están dispuestos a causar a la reputación de personas e
instituciones con tal de lograr avanzar la causa del conflicto. Es claro que el reclamo fue estrictamente por el poder: es nuestro turno y punto.
Las reglas no importan, la legislación es lo de menos y el conflicto no
cejará hasta que el resultado sea otro. Todo esto sugiere que el
gobierno de Enrique Peña no debería dispendiar su tiempo o recursos en
nuevas reformas electorales o políticas que nunca podrían atender el
verdadero fondo del asunto. Haría bien en concentrarse en
cambiar la realidad económica del país para acelerar el crecimiento pero
también para que eso fuerce a una radical modernización de la izquierda
mexicana.
La oportunidad que se presenta se deriva en
parte del resultado de la elección de este año pero es en mucho producto
de la combinación del cambiante contexto internacional y de los cambios
que ha experimentado el país, casi a sotto voce, en las últimas dos
décadas.
Por lo que toca a los cambios
internos, ha habido extraordinarias inversiones en infraestructura, las
exportaciones han transformado la estructura productiva, la
población es cada vez más de clase media, el TLC se ha consolidado como
un ancla de confianza para la inversión y el crecimiento y la
estabilidad financiera ha favorecido el crecimiento del consumo y
afianzado la credibilidad de instituciones clave para el desarrollo.
A su vez, la gradual desaceleración de la
economía china ha afectado a sus proveedores de materias primas (como
Brasil y Australia), abriendo un espacio para que México se convierta en
un gran pivote de crecimiento en los próximos años. Si el nuevo gobierno despliega las capacidades de negociación y articulación de alianzas –capacidad de operación política- que le ha caracterizado, el potencial transformador sería inmenso.
La clave de los próximos meses reside en las
prioridades que Enrique Peña Nieto decida enfatizar. Es obvio que se
requieren acciones en muchos frentes, pero la capacidad de cualquier
gobierno es siempre limitada. De ahí que tenga que definir sus prioridades y la estrategia idónea para alcanzarlas. A
la fecha, el equipo del futuro gobierno ha esbozado dos grupos de
temas: aquellos vinculados con la corrupción, la transparencia y la
rendición de cuentas y los relativos a las reformas económicas. Los dos
son importantes y ambos requieren atención e, incluso, podrían ser
medios para construir coaliciones con distintos contingentes
legislativos.
La gran pregunta es de definición: se trata
de imitar a Lapedusa (que todo cambie para que todo siga igual) o de
realizar reformas que, aunque afecten intereses en el corto plazo, sean
susceptibles de transformar la realidad de la población y del país en el
curso de un sexenio. No hay definición más transcendente.
Parte del dilema que enfrenta el nuevo gobierno reside en su visión del mundo. Hay
el riesgo de que intente avanzar la transparencia y la rendición de
cuentas, así como reducir la corrupción, por medios burocráticos: más
comisiones, más regulaciones más burocracia. La experiencia
histórica es transparente: lo único que eleva la eficiencia, reduce la
corrupción y obliga a la transparencia es la eliminación de regulaciones
e impedimentos.
El ejemplo de la SECOFI en los ochenta y
noventa es ilustrativo: con la eliminación del requisito de permiso
previo para importar, exportar e invertir, se acabó la burocracia y
virtualmente desapareció la corrupción.
Tanto en temas regulatorios como en los
estructurales, el cómo es tan importante como el qué. De hecho, como
muestran los (relativamente pobres) resultados de muchas de las reformas
y privatizaciones de los ochenta, el cómo es en ocasiones mucho más
trascendente pues es lo que determina los niveles de
competencia, productividad y, por lo tanto, el dinamismo de la economía
y su ritmo de crecimiento.
La gran oportunidad para el nuevo gobierno se deriva precisamente de que no comanda una mayoría absoluta en el legislativo. Los principales obstáculos a las reformas son todos priistas o cercanos al PRI.
La necesidad de construir coaliciones le permite al nuevo presidente
separarse de ellos para llevar a cabo cambios de gran calado que le
rindan a él y al país.
En contraste con los gobiernos anteriores, Enrique Peña es un operador político nato.
Ese es el factor que puede destrabar al país para iniciar la transformación que hace años se nos ha escapado. De ahí que sea crucial la definición que adopte y el orden de prioridades en su gestión política y legislativa.
Luis Rubio es Presidente del Centro de
Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución
independiente dedicada a la investigación en temas de economía y
política, en México.
- 28 de diciembre, 2009
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