México y la productividad: ¿eje rector de la estrategia de gobierno de Peña Nieto?
Dice el analista Macario Schettino que somos pobres porque
somos improductivos. Ningún mexicano sensato podría disputar esa
afirmación. La pregunta relevante es por qué no convertir a la productividad en el eje rector de la estrategia del próximo gobierno.
Ahora que se discuten reformas propuestas por
el gobierno saliente y se especula sobre las que propondría el próximo,
es necesario reflexionar sobre la razón por la que es imperativo llevar
a cabo un conjunto de reformas, en ámbitos diversos. También es
importante dilucidar en qué, y por qué, el proceso de reforma en un país
“en desarrollo” es distinto al que caracteriza a los países que se
fueron transformando a lo largo de siglos.
La mayor parte del aparato legal y regulatorio, además de político, que caracteriza al país proviene del “viejo régimen”,
una estructura sociopolítica cuyas características y modos de
funcionamiento dejaron de operar en el momento en que ocurrieron dos
cambios radicales: primero, en orden cronológico, la apertura de la
economía y, segundo, el cambio político que se dio en 2000. Vistos en
retrospectiva, estos factores alteraron todos los vectores que hacían
funcionar al país: con ellos se acabó el control central que ejercía la
presidencia y la burocracia, se liberalizó el funcionamiento de la
economía, se eliminó la capacidad de imponer el criterio del presidente
sobre todo el acontecer nacional y se descentralizaron las decisiones
económicas y políticas, en el sentido más amplio de la palabra.
Puesto en otros términos, cambió la realidad del poder de manera radical: de
concentración pasamos a descentralización; de control a atomización y
fragmentación; de imposición a que todo dependa de la capacidad e
integridad de cada una de las partes. Por donde uno lo vea –en
la economía, en los gobiernos estatales, en la sociedad civil, en la
política- el país ha experimentado una transformación radical en su
naturaleza y estructura de poder.
Lo que no cambió fue el entramado
institucional, legal y regulatorio. Con excepciones –algunas enormes-
seguimos viviendo bajo el yugo de un esquema legal e institucional que
nada tiene que ver con la realidad actual. Ese es el caso del poder
judicial y de la PGR, de la legislación laboral y del régimen
energético, de las policías y del ejército. La economía vive en un
entorno global, pero se gobierna con instrumentos de una economía
protegida; la política vive una enorme efervescencia y competencia pero
opera bajo criterios que Plutarco Elías Calles reconocería como propios;
la sociedad es cada vez más diversa y tiene experiencias cada vez más
cosmopolitas, pero la estructura regulatoria en que vive es
antediluviana. El desempate entre la realidad y la formalidad es
impactante.
Las reformas de los 80 y 90
intentaron conciliar, al menos parcialmente, la nueva realidad con el
marco jurídico existente. En algunos casos se avanzó, en otros seguimos
paralizados. El principal problema de esa era residió en la permanente
inconsistencia entre las diversas reformas y privatizaciones.
En lugar de seguir una estrategia integral, se tomaron decisiones
casuísticas, muchas de ellas inherentemente contradictorias, generando
las condiciones que llevaron a la crisis de 94.
Visto en conjunto, el país requiere una
estrategia de desarrollo integral. Esto es, un proyecto claro y definido
que explique a dónde se quiere llegar y que goce de coordinación entre
proyectos. Volviendo a los ochenta, se puede observar cómo se privatizó
la empresa telefónica (con criterios de ingreso fiscal, no de
competencia) casi de manera simultánea con la aprobación de la ley en
materia de competencia. Lo mismo ocurrió con la forma en que se
privatizaron los bancos, se adopto la ley en materia de inversión
extranjera o se liberalizó la economía. En una palabra, nunca hubo un
proyecto rector que asegurara que las partes fuesen compatibles entre
sí.
Para ser exitoso y evitar esos
dislates, el próximo gobierno debería adoptar una visión integral y de
ahí “colgar” todas las decisiones individuales que decida emprender. Es
decir, no descuidar el objetivo que se propone y los elementos que deben
estar presentes para que éste pueda ser logrado. El proceso
debe asegurar compatibilidad con la realidad económica global, sobre
todo en temas como impuestos, energía, regulación, competencia y
similares.
Es claro que es muy difícil articular una
gran estrategia de desarrollo que integre todos los elementos y factores
que caracterizan a la gestión de un gobierno. En virtud de esto, me
permito proponer que en lugar de intentar un gran ejercicio de
planeación central estilo soviético, el gobierno que se prepara para
iniciar funciones adopte un criterio central que guíe su actuar y, sobre
todo, que le sirva como mojonera para asegurar que las partes cuadren
con su objetivo último.
De acuerdo a los estudiosos, hay una
correlación absoluta entre el ascenso de la productividad y el
crecimiento de la economía. Siendo así, lo más simple sería adoptar a la
productividad como el criterio rector. Paul Krugman, uno de los
economistas más críticos en la actualidad, afirma que la productividad
“no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo” porque determina el
número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de
la población. De adoptarse la productividad como criterio, el
presidente podría evaluar con enorme claridad qué contribuye y qué
impide y, por lo tanto, qué costos son aceptables y cuáles no. Más al
punto, le permitiría poner en perspectiva la importancia relativa de
reformas en unos temas respecto a otros porque algunos sectores son
infinitamente más trascendentes en materia de impacto sobre la
productividad que otros.
Desde el punto de vista de la productividad,
no hay nada más importante que la formación del capital humano, el
funcionamiento de los mecanismos de resolución de disputas, la seguridad
pública, la infraestructura, la disponibilidad de energéticos y la
existencia de un entorno propicio para el crecimiento de la innovación y
la creatividad. La gran virtud de contar con un criterio unificador es
que permitiría discernir los costos y beneficios de asumir un conflicto
con los intereses comprometidos con el statu quo, a la vez que
permitiría identificar contrapartes y apoyos.
El “viejo régimen” vivió de abusar de los
derechos de propiedad, de ignorar (y hacer imposible) el Estado de
derecho y de imponer las preferencias del presidente. Ese régimen se
colapsó porque fue incapaz de adecuarse a los tiempos y satisfacer a una
reciente población. Una creciente productividad permitiría construir un
nuevo régimen, bueno para todos.
Luis Rubio es Presidente del Centro de
Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente
dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México.
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