Ante la incertidumbre en Argentina: El “sentido común” dolarizó portafolios
Mientras la Presidente negaba la existencia del cepo cambiario, la
titular del Banco Central lo justificaba como una respuesta de «sentido
común» a la fuga de capitales de más de 4 puntos del PBI del año pasado.
Dado que no pienso contradecir a la Presidente (no vaya a ser que algún
filósofo me acuse de odiarla por ser un sex symbol inalcanzable para
mí), propongo llamar al cepo «Pepe» (igual que al «sapo»), y discutir el
planteo de la presidenta del Banco Central (dado que, aunque igual de
bella que Cristina, espero que la corriente filosófica representada por
la obsecuencia ilimitada no la incluya a ella entre las funcionarias a
odiar por su hermosura).
En efecto, la Argentina tuvo una
dolarización de portafolios del sector privado (la palabra «fuga» da
lugar a pensar en algún delito) equivalente a casi el 5% del PBI durante
2011, pero ya había tenido una fuga muy superior de más del 7% (crisis
con el campo e internacional mediante), en 2008 y fugas similares a la
del año pasado durante 2009 y 2010. Sin embargo, no hubo este tipo de
respuestas de «sentido común».
Lo que sucedía en los años
anteriores es que, gracias a la buena performance exportadora
agroindustrial, a que no había explotado la desastrosa política
energética, y a que el clima antiinversión no se había manifestado tan
crudamente, el saldo comercial, sumado a algo de inversión extranjera
directa y algo de ingreso de fondos de endeudamiento en moneda
extranjera, público y privado, alcanzaba para acumular modestamente
reservas y, simultáneamente, financiar la mencionada formación de
activos en dólares del sector privado y los pagos de deuda pública.
En
cambio, en 2011 y sobre todo en 2012, con la proyección de la mala
cosecha, las mayores importaciones energéticas, los pagos de deuda,
etc., ya el saldo comercial no alcanzaba para todos y todas.
Por
lo tanto, las limitaciones impuestas para comprar dólares para atesorar,
y el racionamiento de los dólares de las reservas para importar y otros
destinos, no son producto del «sentido común», sino una decisión de
política económica para mantener el nivel de reservas internacionales
del Banco Central.
Pero se presentaban otras alternativas: 1)
Establecer un mercado «libre», sin el uso de las reservas del Banco
Central, para aquellos que quisieran dolarizar su portafolio. (Aplicar
con la demanda de dólares por atesoramiento el 1 a 1 de Moreno -por cada
comprador de dólares, un vendedor de dólares-.) 2). Racionar por precio
y no por cantidad, es decir, devaluar para maximizar el saldo
comercial, sin restricciones. 3) Alguna combinación de las dos
anteriores.
Presión
Obviamente, las soluciones anteriores
obligaban a modificar la política monetaria, y por lo tanto, la fiscal,
porque, de lo contrario, la actual explosión de pesos para financiar al
Gobierno se dirigiría, en parte, a inflar la demanda de dólares «libres»
y por lo tanto a elevar el precio de ese dólar libre, lo cual, más
temprano que tarde, presionaría sobre la tasa de inflación local. Y una
eventual devaluación, para ser exitosa, en términos de modificar los
precios relativos entre bienes comerciables y servicios, también exigía
una política monetaria acorde.
Dicho de otra manera, el «Pepe»
cambiario no es una respuesta de sentido común, sino que se integra al
conjunto de políticas que parten de la necesidad de usar la emisión
monetaria para financiar el descontrol fiscal y de elegir racionar por
cantidad, en lugar de devaluar, para ajustar un balance comercial
desajustado por la sequía y la importación de combustibles.
El
resultado de lo primero es que, al menos en el corto plazo, el Gobierno
tiene un «coto de caza» para cobrar el impuesto inflacionario sobre la
tenencia de pesos, sin que se «evada» dicho impuesto comprando dólares.
En ese sentido, el «Pepe» cambiario -la pesificación forzosa- no es una
«batalla cultural», es sólo una forma de asegurarse maximizar, siempre
en el corto plazo, la recaudación del impuesto inflacionario, e
incentivar el consumo. Y el resultado de lo segundo, «racionar por
cantidades» para no devaluar, lleva al cierre de la economía y al ajuste
por el lado del empleo, en lugar de por el lado del salario. Puesto que
el cierre ayuda a los sustitutos de importaciones, pero no a los
exportadores netos, cuyos precios internacionales no suben al ritmo de
la soja, pero sus costos suben al ritmo de la inflación interna.
Lo que faltaría preguntarse, finalmente, son las causas de la dolarización de portafolios de estos años.
No
es un problema cultural, porque en 2005 y 2006, con la misma «cultura»,
hubo ingreso neto de capitales (pesificación de portafolios) o una
dolarización menor a 2 puntos del PBI. Tampoco es un problema derivado
del mundo que se nos cayó encima. Mientras la Argentina tiene hoy,
prácticamente, las mismas reservas internacionales que hace 5 años,
Brasil las multiplicó por 2; Chile por 2,5 y Uruguay por 3.
A mi
modesto juicio, la dolarización de portafolios es la respuesta de
«sentido común» de los ahorristas argentinos y de los inversores a una
política económica que fue destruyendo la competitividad local y la
infraestructura de todo tipo -sólo disimulada por la devaluación del
dólar y la apreciación de las monedas regionales-. Una política de
precios, subsidios y restricciones que terminó reduciendo el mercado de
exportables, en particular de la energía y de productos agroindustriales
«no soja». Junto a la decisión de limitar la inversión a sectores
fuertemente subsidiados, o a empresas dispuestas a tener al Gobierno
argentino de socio directo o indirecto.
En síntesis, en la medida
que no se modifique la forma de financiar al Gobierno, y la política
monetaria dependa de la fiscal, el «Pepe» cambiario está para quedarse, y
el racionamiento de dólares para importar y otros destinos dependerá
básicamente del ciclo de la soja, en cantidades y precios.
Pero
abusar del impuesto inflacionario, suponiendo que la demanda de pesos es
«estable» sólo porque está prohibido comprar dólares, y que, por lo
tanto, también lo es la brecha cambiaria, es una apuesta que, en el
mediano plazo, el sentido común aconseja revisar.
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