Déspotas en campaña
El País, Madrid
Hace algunos días, el presidente de la Asamblea Nacional del Poder
Popular de Cuba, Ricardo Alarcón, lamentó ante las cámaras de la
televisión oficial que las elecciones en Estados Unidos fueran más
importantes para los medios cubanos que las elecciones en la propia
isla. Alarcón, un político cuya trayectoria ilustra a la perfección el
peso de EE UU en el liderazgo insular, criticaba, desde la ingenuidad o
el cinismo, el núcleo de la estrategia mediática del gobierno cubano.
En el último medio siglo, las elecciones en EE UU han sido más
importantes para la prensa de la isla que las elecciones cubanas. Habría
que recordar que en Cuba comenzaron a celebrarse elecciones, bajo un
sistema monocameral de partido único y sufragio indirecto de la jefatura
del Estado, tras la promulgación de la Constitución de 1976, es decir,
17 años después del triunfo de la Revolución. En las últimas tres
décadas esas elecciones han sido menos importantes, para el poder
cubano, que las norteamericanas, pero también que las españolas, las
mexicanas o las venezolanas.
Las elecciones en cualquier país relevante para la justificación o la
crítica de la falta de democracia en Cuba son fundamentales para los
medios cubanos. Los gobiernos de Fidel y Raúl Castro se han involucrado
tradicionalmente en los procesos electorales, no sólo de EE UU, sino
también de España y México, apostando siempre por aquellos partidos y
líderes —no necesariamente de izquierda— dispuestos a renunciar a todo
posicionamiento crítico, en foros internacionales, sobre la situación de
los derechos humanos en la isla.
La queja de Alarcón esconde la terrible certeza de que es poco lo que
la prensa cubana —o la prensa internacional— pueden decir de las
elecciones en la isla. El sistema electoral cubano superpone, a la
postulación directa de candidatos a las delegaciones municipales del
Poder Popular, unas comisiones de candidatura, integradas por miembros
de las principales organizaciones estatales, que son las que realmente
nominan a la legislatura nacional. Quienes resultan electos en ese
Parlamento no son necesariamente militantes del partido único comunista,
pero sí deben ser, en su mayoría, personas leales a la cúpula de dichas
organizaciones.
La representación política en Cuba podría encontrar antecedentes en
los experimentos corporativos del conservadurismo del siglo XIX o del
populismo del siglo XX, pero es de factura soviética. Qué decir,
entonces, de unas elecciones en las que hay un escaño por candidato, la
competencia electoral es nula y la ciudadanía, luego de su participación
en el nivel local, es relegada a un segundo plano por los aparatos del
Estado. El desenlace de esos procesos entre 1976 y 2006, fue siempre el
mismo: varios cientos de diputados nacionales eligieron, casi por
unanimidad, a Fidel y Raúl como presidente y vicepresidente del Consejo
de Estado.
Sólo la enfermedad de Fidel Castro, hace seis años, pudo producir una
leve alteración en ese libreto providencial. A principios del año
próximo, sin embargo, serán reelegidos, por la misma unanimidad de
votos, los ancianos Raúl Castro, de 82 años, y José Ramón Machado
Ventura, de 83, como presidente y vicepresidente de Cuba. No habrá
sorpresas en un proceso electoral racionalmente concebido para producir
siempre el mismo resultado. Es lógico que unas elecciones así, sin
expectación ni incertidumbre, carezcan de interés para la propia prensa
oficial de la isla.
El vacío que rodea a las elecciones cubanas dentro de los medios
insulares ha sido llenado, en estos días, con un indiscreto alineamiento
a favor de la tercera reelección de Hugo Chávez en Venezuela. Según un
libro de campaña de este último, Cuentos del arañero, Fidel
Castro le aconsejó que de ninguna manera permitiera el triunfo del
candidato opositor, Henrique Capriles Radonski, ya que de ser así el
“arrase sería general”. Castro comparó una derrota electoral de Chávez
con el golpe militar de Augusto Pinochet contra Salvador Allende. No es
raro que luego de esos consejos, Chávez asegurara que de perder la
presidencia se desataría la guerra civil.
El alineamiento pasó lo mismo por una conferencia de prensa del
embajador de Venezuela en la isla, como acto de campaña, que por varios
de artículos de opinión, en Granma, Juventud Rebelde o Cubadebate,
que llamaron a que Chávez no se conformara con ganar y blindara
constitucionalmente o declarara “irreversible” el socialismo del siglo
XXI, en Venezuela, a semejanza de la reforma constitucional cubana de
2002. Ese triunfalismo, sin embargo, no impidió que apareciera algún
artículo que no descartaba el triunfo del “ultraconservador” Capriles,
apoyado por la “contrarrevolución mundial”, como cuando Violeta Chamorro
venció a los sandinistas en 1990.
La prensa oficial de la isla participa, por tanto, en la campaña
electoral de Chávez siguiendo las reglas y los ardides del juego
democrático. Reglas y ardides que están bien para Venezuela o España,
México o Estados Unidos, pero no para Cuba. Los medios de comunicación
del gobierno cubano y los principales jerarcas de este último demuestran
una curiosa afición por la competencia electoral e, incluso, por el
monitoreo de encuestas y el debate político, siempre y cuando se trate
de otros países. Poco a poco, esos medios aprenden a hablar el lenguaje
de la democracia, pero rehúsan aplicarlo a la realidad cubana.
Rafael Rojas es historiador.
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