El soberanismo
Instituto Juan de Mariana, Madrid
La noción clásica de soberanía la define como aquel poder absoluto,
inapelable, exclusivo, supremo y no derivado que se ejerce sobre una
sociedad política, diferenciada de otras, y que se asienta sobre un
territorio definido (Bodino y Matteucci). Este término, además de
totalmente desfasado en nuestros días, resulta engañoso cuando es
utilizado en el discurso nacionalista. Poco importa que el nacionalismo
provenga de la exaltación colectiva del genio nacional de un pueblo que
sí dispone de Estado independiente, como que proceda de aquel movimiento
particularista o independentista que aspire a tener un Estado propio.
Al hilo del concepto de soberanía nos topamos con el de independencia
política. Son independientes, al menos en apariencia, aquellos pueblos
que no se hallan sometidos al dominio de otros pueblos por disponer de
una organización política capaz de frenar las intromisiones de otros
gobiernos o Estados. El discurso nacionalista periférico (aquel que
defiende la secesión de un cuerpo político más amplio) ignora la
existencia de plena integración social y política del pueblo del que
dice defender su derecho de autodeterminación, respecto del pueblo común
al que se opone como si de dos cuerpos distintos se tratara. En este
sentido, el nacionalismo concibe al pueblo como una realidad colectiva
autodefinida, y no por el contraste con otros pueblos que resultan
ciertamente extranjeros por falta de integración.
La autodeterminación, como reconocimiento político de la sociedad
internacional a todo aquel pueblo que se halle sometido al dominio de
otro pueblo sin que entre ambos exista plena integración política, es
una facultad legítima que tiende a constituirse en movimiento
reivindicativo. La autodeterminación, por tanto, sólo opera en
situaciones de colonización o de auténtico sometimiento y segregación.
En este caso, el pueblo sometido se define no tanto por la identidad
cultural que le es propia como por el esfuerzo legislativo del Estado
dominante por establecer límites y mecanismos de control sobre el mismo.
El ejemplo de los EEUU resulta muy ilustrativo. Se trata de una
nación política moderna capaz de integrar varios pueblos, que muchas
veces continúan definidos internamente, pero que sin embargo han tendido
a unirse políticamente sin que el Estado haya necesitado utilizar
importantes mecanismos de integración. Se trata, por otro lado, de
pueblos que no serían capaces de definir un ámbito territorial propio
dentro del territorio norteamericano, al menos no a un nivel lo
suficientemente amplio como para siquiera aspirar a cierta autonomía
política dentro de la nación común a la que pertenecen. La mera
ciudadanía norteamericana, que iguala jurídicamente, y reconoce
idénticas libertades públicas a todos los individuos, ha servido para
que desaparezcan los elementos que en Europa sí han propiciado algunos
nacionalismos legítimos.
Volviendo al concepto de soberanía, que es la aspiración fundamental
de todo nacionalismo sin Estado o con un Estado relativamente sometido,
no debe tomarse en su versión premoderna. La soberanía ha sufrido un
proceso de despersonificación, abstracción y racionalización unida a la
idea de poder. La teoría política, y su plasmación en los textos
constitucionales, atribuye la soberanía a un concepto de nación política
solo aplicable a sociedades integradas en términos no sólo culturales,
sino políticos, económicos y morales. Las naciones modernas se
desprendieron de sus rasgos meramente etnicistas para extenderse sobre
órdenes sociales más amplios y complejos, de individualismo creciente, y
en los que la acción y la participación políticas dejaban de pertenecer
en exclusiva a una aristocracia poco numerosa dotada de privilegios
ancestrales. La soberanía, abstracta y despersonificada, queda engarzada
en las sociedades modernas como poder inapelable que ejerce el pueblo a
través de un Estado.
La anterior definición, tan ingenua como imposible, choca con otra,
no menos discutible, dada por Carl Schmitt, quien entiende que el
soberano es siempre un individuo cuyas decisiones determinan el destino
político de una comunidad al margen de que la fuente de su poder derive
de un complejo proceso de reconocimiento social. Para Schmitt, soberano
es quien decide en estado de excepción.
En los órdenes sociales complejos y plurales, que a su vez
interaccionan o se integran a distintos niveles con otros órdenes
similares, la soberanía es relativa y limitada, tanto interna como
externamente. El nacionalismo periférico, identitario e independentista,
sostiene todo su discurso sobre el mito de la soberanía como poder
ilimitado, absoluto y despersonificado. La realidad es que tal cosa no
existe, por no decir que no ha existido nunca en sociedades mínimamente
avanzadas. Es un mito que se desvanece.
Lo cierto es que las naciones políticas propias de nuestra época, al
menos en el mundo occidental, pueden ser tan amplias y plurales como
quepa concebir. Lo realmente importante es el grado de correspondencia
política e integración social que dé como resultado estructuras de poder
compartido sistematizadas y distinguibles de otras equivalentes que
ejerzan su potestad sobre pueblos y territorios distintos. No ha
existido nación política moderna sin que un poder soberano, o un Estado,
haya decidido previamente constituir una. Ha podido hacerlo ofreciendo
ciudadanía y libertad, o bien a través de mecanismos coercitivos y de
ingeniería social con mayor o menor éxito. Ha habido, igualmente,
exitosos procesos federativos, propiciados por una identidad cultural
anterior, pero que nunca habrían cuajado sin que existiera el interés
político y económico de constituir uniones estatales suficientes. A
partir de ahí, el proceso de homogeneización e integración en todos los
órdenes ha resultado asimilable al de otros ejemplos de formación de
grandes ámbitos de ejercicio de soberanía.
El discurso nacionalista maneja conceptos con la sola intención de
manipular sentimientos y movilizar a las masas hacia una deriva
desintegradora que rompa el statu quo sin que, previamente, se
haya desligado el conjunto social afectado en el resto de sus órdenes.
La ruptura política no puede plantearse como algo que no afecte a todo
lo demás. El nacionalismo esboza un desafío claro al proceso natural de
abertura y expansión del orden social (espontáneo), unido a formas
federativas de poder (deliberadas). La tendencia ha de ser ascendente y
compositiva, no descendente y deconstructiva. Carece de toda legitimidad
y justificación aquel movimiento secesionista que no pretenda la
independencia política de un pueblo que se halle efectivamente dominado
por otro. El nacionalismo particularista, lejos de reivindicar la
libertad para los ciudadanos, aspira exclusivamente a que se produzca un
cambio de rostros, denominaciones y banderas en el ejercicio de la
soberanía, la cual seguiría justificando una intromisión ilimitada en la
vida de los individuos que pasaran a formar parte de ese nuevo ámbito
de dominio político.
Sobre este mismo tema:
- 23 de julio, 2015
- 25 de noviembre, 2013
- 7 de marzo, 2025
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